Crítica de 'Que nadie duerma': todo puede pasar

Coescrito con Clara Roquet, la directora de 'Libertad', el último filme de Antonio Méndez Esparza podríamos decir que es su primer relato adscrito plenamente a los dominios de la ficción después de sus hibridaciones con el documental en 'Aquí y allá' y 'La vida y nada más' -dos películas sobre la inmigración y la clase trabajadora estadounidense- y de su radical documento en torno a un tribunal de familia unificado del Estado de Florida en 'Courtroom 3H'. Aquí cuenta con intérpretes conocidos para fabular una historia que a veces es dramática, en otras delirante, por momentos parece una fantasía mientras explora una realidad cruda y dura. 

Malena Alterio es una programadora informática que se queda sin trabajo. El giro que da a su vida es drástico: se convierte en taxista. Y sentada al volante de su automóvil, pese a las reticencias de todos sus conocidos, recorre las calles de Madrid y topa con personajes amables o inusuales, francos o impostados, violentos o apocados. Hay en la película una suerte de documento de la realidad cotidiana, casi costumbrista, que combina, fluye o choca, según determinados pasajes, con una historia mucho más ambigua sobre esa misma realidad y los deseos. El juego se va haciendo cada vez más complejo, con suficientes pistas para que advirtamos las cosas que están a punto de ocurrir, e incluso acepta destellos de cine gore, venganza y humor absurdo.