Memorias

Isaac Asimov, rey de la ciencia ficción y profeta de la Inteligencia Artificial

La editorial Arpa publica las terceras memorias de Isaac Asimov tras veinte años descatalogadas, 'Yo, Asimov'

El escritor Isaac Asimov.

El escritor Isaac Asimov. / EPC

Natalia Araguás

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Los aspectos más importantes de la vida se aprenden con la experiencia, creía el escritor de ciencia ficción Isaac Asimov, que fue prodigioso en todo menos en la comprensión de la naturaleza humana, lo que le llevó su tiempo. El autor de la saga 'Fundación' o 'Yo, robot' llegó a escribir más de 500 libros, tiene hasta un asteroide bautizado en su honor y fue profético en sus vaticinios sobre la inteligencia artificial, los vehículos sin conductor y la superpoblación del planeta. También alertó sobre el abandono de la palabra por la imagen, una tendencia que se inició a mediados del siglo XX –“leer se está convirtiendo en un arte arcano”- y que a su juicio estaba hundiendo a la humanidad “lenta pero inexorablemente” en la estupidez.  

Nada de esto lo libró de una infancia solitaria de ratón de biblioteca, perder la virginidad a los 22 años con una mujer de la que se divorció, mantener a un hijo diletante y sumirse en una depresión alcanzada la vejez, cuando a la muerte de los amigos se unió su propia decadencia física. 'Yo, Asimov', la tercera de sus autobiografías y la más intimista, es el ejercicio de honestidad brutal de un hombre que se despide, superados los setenta y cumplido con aquel salmo que parafrasea: “La duración de nuestras vidas es de tres veintenas más diez”.

El escritor Isaac Asimov.

El escritor Isaac Asimov. / EPC

En mayo de 1990 puso el punto y final a estas memorias, descatalogadas desde principios de los 2000 y que ahora recupera la editorial Arpa, y dos años después falleció. A Isaac Asimov le habría gustado esperar a publicar 'Yo, Asimov' en el simbólico año 2000, tan importante para los escritores de ciencia ficción y los futuristas. “Para entonces tendré ochenta años y es posible que no pueda hacerlo”, vaticina en la introducción de un texto torrencial con el que repasa su vida, a lo largo de 620 páginas. Una vez más, acertó.   

Hijo de un matrimonio ruso de judíos ortodoxos, ni practicó el judaísmo ni hablaba una palabra de ruso ni fue ortodoxo en nada. Celebró que en los setenta se permitiera por fin poner vulgarismos por escrito y llamar a las cosas por su nombre: “Los cursis estaban horrorizados, pero viven en algún país de nunca jamás y no estoy de humor para preocuparme por ellos”, reflexiona en su autobiografía. Sí se empeñó en cambio en mantener su nombre, Isaac Asimov, siendo un niño del neoyorquino de Brooklyn al que las vecinas sugerían llamar Irving y más tarde, cuando despegaba su carrera literaria y para ocultar su judaísmo los editores hubieran preferido una firma anglosajona tipo “John Jones”. 

Fue un escritor paradójico, que urdió viajes hasta las estrellas y en cambio solo voló dos veces en avión con pavor

Su infancia y primera juventud transcurrieron en gran parte tras el mostrador de la tienda de caramelos de su padre, tarea que combinaba con la lectura voraz de los libros que sacaba de la biblioteca y más tarde con sus primeros relatos, que comenzaron a publicarse en revistas ‘pulp’. La modestia nunca fue su punto fuerte, reconoce Isaac Asimov, y eso unido a una extemporánea sinceridad y la costumbre de dar lecciones cuando nadie se las pedía, que aprendió a reprimir durante su paso por el ejército, no le ayudó precisamente a hacer amigos. “He aprendido a evit

ar presumir en mi vida diaria, a ponerme a la altura de los demás”, reconoce Asimov en sus memorias, que con la edad sí supo ganarse la simpatía de sus coetáneos.

'Yo, Asimov' desvela a un escritor paradójico, que urdió viajes hasta las estrellas y en cambio solo voló dos veces en avión con pavor, una de ellas durante su participación en la Segunda Guerra Mundial. Que imaginó civilizaciones galácticas y no solo detestaba viajar sino que padecía claustrofilia, afición a los lugares cerrados. Que caía rendido ante una belleza de la que él carecía: se prendó de su primera mujer, Gertrude, porque se parecía a la actriz Olivia de Havilland, a sus ojos epítome de la feminidad. El matrimonio, que tuvo dos hijos, David y Robyn, hizo aguas desde la misma noche de bodas, por la falta de química sexual y compatibilidad de carácter pero también por la costumbre de Gertrude de fumar a todas horas, que Asimov aborrecía.

Lo prolijo de su obra se explica porque escribía a todas horas, con especial apego por festivos como Navidad o Acción de Gracias porque nadie le incordiaba con llamadas.

Él era un hombre eficiente, puritano y absorbido por su trabajo que, por tanto, tenía todas las virtudes antipáticas, en definición de su propio hermano. Lo prolijo de su obra se explica porque escribía a todas horas, con especial apego por festivos como Navidad o Acción de Gracias porque nadie le incordiaba con llamadas. Así se convirtió en el rey de la ciencia ficción, con permiso de Arthur C. Clarke, con quién suscribió el Tratado de Park Avenue mientras ambos daban vueltas en un taxi. Ese pacto consistía en señalar mutuamente al otro como el mejor escritor del género. Con formación en bioquímica y astronomía, salvó un lapso de veinte años de sequía creativa con las novelas de ciencia ficción dedicándose a los ensayos de divulgación científica. “Si fuera a morirme ahora, estaría murmurando: ‘¡Qué horror! ¡Solo cuatrocientas cincuenta y una obras!’”, bromea en 'Yo, Asimov'. Y añade: “Estas serían mis penúltimas palabras. Las últimas serían: ‘Te quiero, Janet’”, en referencia a su segunda esposa. 

Junto a Janet, psiquiatra con formación humanista, Isaac Asimov descubrió el amor, entrados ambos en la edad madura. Ella pone el punto y final a la autobiografía, con un epílogo de su puño y letra que narra el final del escritor, que en el último tramo de su vida hizo de asesor científico de Star Trek y trabajó en el libro de chistes 'Asimov Laughs Again', que le levantó la moral. “Uno de los deseos más profundos del ser humano es ser conocido y comprendido”, reflexiona Janet en el epílogo parafraseando a 'Hamlet'. Janet animó a su esposo, para cumplir ese propósito, a escribir 'Yo, Asimov' y abrir su corazón de par en par. 

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