Crítica de libros

'Mis delitos como animal de compañía', de Luis Mateo Díez: viaje alrededor de la mente

El escritor leonés establece un viaje con aires picarescos alrededor de una mente dislocada en una narración también fracturada

Luis Mateo Diez

Luis Mateo Diez / David Castro

Ricardo Baixeras

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Con la lucidez que dan los años y con una carrera sustentada en una innegociable pulsión por contar una realidad acomodándose a las intensas capacidades de lo imaginario Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) ha escrito una novela sobre hasta qué punto el trastorno es consustancial en la existencia de unos hombres que saben que "la vida es efímera y la novela perdurable". Un trastorno que torna absurda la realidad a condición de que esta esté teñida por la fuerza incontestable de una tragicomedia con tintes melancólicos y humorísticos a partes iguales. No es 'Mis delitos como animal de compañía' un libro más sobre los poderes inventados de la mente de un personaje trastocado, ni sobre las ensoñaciones banales que confunden la vida con la ficción porque, a pesar, de que la "línea de la novela está quebrada", el flujo de los desvaríos del infortunio mental que se resiguen aquí dibuja el trazo seguro de un viaje picaresco alrededor de una mente dislocada como dislocado está el argumento que va y viene sin ton ni son y sin principio ni final. Todo cabe en la narración de un mundo quebrado y por eso el curso de la narración también debe contar la laceración de un mundo roto. 

Enraizada en la fragilidad de un mente conmocionada por su propia fragilidad y ahíta de una inseguridad discursiva que campa a sus anchas en un espacio de pérdida constante, el extravío urbanístico por la ya inconfundible Ciudad de Sombra, aquí Armenta, no es sino una sólida metáfora de la pérdida de sentido que aguarda al lector en el siguiente párrafo y que tiñe la novela de una inconfundible melancolía en la soledad que le es propia al sinfín de personajes que pululan por este laberinto de las emociones. "No hay sombra ni quietud en el hombre solo" dice la voz que narra el mundo como si este "muerto precipìtado" viviera en la metafísica de un "recién resucitado" que sabe como pocos que hay ‘muchas maneras de ir a la debacle.’ 

Si ese lector quiere entender que la quiebra mental "de las vicisitudes de una cabeza no por alocada menos verosímil" le pertenece solo a este loco que quiebra también las palabras e inventa relaciones léxicas imposibles ("Morido por muerto, no por muerte ni moricón") puede hacerlo; si quiere reseguir las vicisitudes de este cronista del desaliento que es a la vez testigo, actor y narrador de su propia vida está en su derecho; si piensa que este orate perseguido por sus conciudadanos y sospechoso de ser un asesino en serie pertenece a un mundo actual y disparatado no le faltará verdad. Pero ha de saber que la novela también puede ser leída como una historia que traza con mano maestra los trazos pérdidos de una memoria muy antigua. Es así porque lo que en realidad se transmite es la historia de los hombres en plena aventura por vivir una vida chiflada en el curso de un río que a menudo parece que va sin rumbo. Pues no. Porque Mateo Díez ha escrito un libro con rumbo cierto, un libro deslumbrante en la medida exacta en que también ahonda en una herida que supura un desasosiego universal.

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