Crítica de libros

'El final de la historia', de Lydia Davis: una amarga taza de té

La recuperación de la única novela de la cuentista Lydia Davis ofrece una magnifica disección del amor y del deseo

Lydia Davis

Lydia Davis / Theo Cote

Sergi Sánchez

Sergi Sánchez

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Siendo la traductora de Foucault, Blanchot o Sartre, era lógico que Lydia Davis escribiera una novela que parece obedecer al esfuerzo de alguien que traduce otra lengua, la que piensa sobre el amor y el deseo. Es una lengua que nos resulta familiar y a la vez misteriosa, de ahí que necesite una intermediaria que la traduzca en todos sus matices: primero debe entenderla ella, la narradora, para que la entendamos nosotros, los lectores. Por eso 'El final de la historia' (que Alpha Decay rescata de su catálogo después de publicarla en 2014) está a medio camino entre los 'Fragmentos de un discurso amoroso' de Barthes, la crónica de un fracaso sentimental y el ensayo sobre cómo se relata esa crónica. Es una novela en construcción, siempre pendiente de su propio proceso, del modo en que la ficción autentifica los hechos maquillados por la memoria o los modifica para buscar la palabra más justa, que no siempre es la más verdadera.

No es ningún secreto que la primera y única novela de Davis, laureada por su faceta como modélica cuentista, está inspirada en sus experiencias como profesora visitante en la Universidad de California en San Diego, a principios de los ochenta. Narra, de una forma intermitente y desordenada, la pasión, sintética en el tiempo y expandida en sus afectos, de una docente universitaria, también escritora, y un hombre más joven que ella, un poeta que vive como San Juan de La Cruz y que estudia en la misma facultad donde ella imparte clases. La novela es una ampliación en el campo de batalla de uno de sus relatos, 'Historia', publicado en 1986, incluido aquí como una anécdota, resumida en un párrafo, una pelea más entre amantes que se separan lentamente. Encontramos los mismos debates internos sobre lo que distancia a la verdad de los hechos, a la verdad de lo que deseamos que lo sea, a la verdad de lo que convertimos en literatura. Esa distancia es el amor, a menudo vivido como una neurosis nacida del desajuste, de una correspondencia que llega o demasiado tarde o demasiado pronto, y que plantea una relación con el tiempo absolutamente problemática. Entre muchos de los fascinantes pasajes de esta fascinante novela, es maravilloso el modo en que, desde un razonamiento que puede parecer neurótico, Davis descompone el momento en que cree que se enamoró de ese joven que le hacía la cama después de acostarse con ella y que tardó unos días en decirle “te quiero”. ¿Qué es el amor? ¿Un instante, un proceso, un falso recuerdo? ¿Una fascinación, una ofuscación, una proyección de nuestro deseo de ser amados?

En una prosa límpida y autoconsciente, Davis persigue a ese amor que la abandonó como quien tiende trampas a un fantasma. No puede si no describirle en base a adjetivos contradictorios: era abierto, pero también muy cerrado; era callado, pero hablaba mucho; era humilde y arrogante. En esa fútil persecución la narradora se persigue a sí misma hasta darse cuenta de que, al documentar minuciosamente las dificultades que se ha topado al escribir esta historia, ha estado creando un ritual que solo podía romperse, definitivamente, con otro. Algo tan simple como una taza de té amargo -de repente, la vida, entregada por un generoso desconocido- devuelve a la alter ego de Davis a la realidad, esa realidad, mental ocotidiana, descrita hasta lo maníaco, que es, por otra parte, lo que hace posible que exista esta magnífica novela.

Sergi Sánchez

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