Crítica

'Una noche sin luna': Lorca somos todos

Llega por fin a Barcelona el exitoso montaje de Juan Diego Botto que compara el periplo vital lorquiano con el contexto ideológico del presente.

'Una noche sin luna', con Juan Diego Botto

'Una noche sin luna', con Juan Diego Botto / Marcos Gunto

Manuel Pérez i Muñoz

Manuel Pérez i Muñoz

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La brillante vida y la ignominiosa muerte de Federico García Lorca no dejan de interesar por más años que pasen. La leyenda del poeta se renueva a golpe de espectáculos como el que Juan Diego Botto trae por fin a Barcelona precedido por un reguero de premios. 'Una noche sin luna' propone un doble juego de espejos: por un lado, entre Lorca y el único intérprete y autor de este monólogo de casi dos horas, fundidos en un solo cuerpo y desdibujados en sus fronteras gestuales. Por otra parte, se superponen el contexto del fusilamiento y el presente del debate ideológico de nuestros días, con las fosas comunes aún por desenterrar y el foco puesto en la crispación de la trinchera ideológica.  

No por mucho repetirlas algunas ideas dejan de ser menos contundentes. Y en eso se basa el espectáculo, en insistir en consignas para un país de “recuerdos negados” donde se ha sustituido la “verdad por la victoria”. Obras censuradas, artistas perseguidos por ofensas a la Corona, la intolerancia campando en tribunas y medios de comunicación; abruma ese paisaje que nos describen, contemporáneo del poeta pero también muy nuestro. Cogidos de la mano de un Lorca elocuente y disperso, repasamos los hitos de su biografía: la Residencia de Estudiantes, La Barraca, la relación con la prensa, el amor prohibido y la tensión final que condujo a su vil asesinato. No hay detalles nuevos, pero enganchan algunas situaciones dramatizadas y el acierto de explicarlas en primera persona

Dirigido con tino por Sergio Peris-Mencheta, todo recae en la pericia interpretativa de un Botto que encanta al público como a una serpiente. Seduce, conmueve y engaña para recordarnos que en el teatro todo es mentira. Hasta casi consigue neutralizar el contraste entre el tamaño desmesurado de la Sala Gran y el carácter intimista de la función. Vestido mitad dandi, mitad mono obrero, el cuerpo se cubre con las dos Españas en conflicto. Los saltos de personaje para representar la otra parte (la ignorancia del campo, el espectador reaccionario) tienen mucho de caricatura y poca intención de trasfondo o diálogo. Poco importa, todo está colocado en la dirección de reafirmar unos valores compartidos con una platea que aplaude entusiasmada. 

Por eso se agradecen también las digresiones menos evidentes, como la narración de la paradoja del barco de Teseo –qué somos y cómo nos percibimos– o la escenografía en construcción que va cambiando su significado, un ring de combate hueco cuyo subsuelo esconde oscuros secretos.