Crítica de música

alt-J, el triunfo de los raros de la clase en el Sant Jordi Club

El trio británico desplegó con sibilina precisión su art-rock excéntrico, rearmado con su cuarto álbum, ‘The dream’

BARCELONA. 14.11.2022 Joe Newman durante el concierto de la banda Alt-J en el Sant Jordi Club. FOTO FERRAN SENDRA

BARCELONA. 14.11.2022 Joe Newman durante el concierto de la banda Alt-J en el Sant Jordi Club. FOTO FERRAN SENDRA / Ferran Sendra

Jordi Bianciotto

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Armonías en falsete, graves siniestros y estribillos que consisten en prolongar una nota varios compases son algunos de los peculiares recursos de los que alt-J se sirve para elaborar sus canciones. Músicas raritas que han abierto caminos atrayendo a un público sorprendentemente amplio, como el que este lunes se reunió en el Sant Jordi Club dando el visto bueno a su cuarto álbum, ‘The dream’, saludado como el más diáfano y convincente de su trayectoria.

Este grupo de Leeds lleva más de una década sacando partido al misterio y a la clave jeroglífica (empezando por su nombre, que alude al atajo para la letra delta en los teclados Apple), y llevando al pentagrama auténticas historias para no dormir, muchas de ellas con connivencias literarias o cinéfilas. En ‘The dream’ hay unas cuantas: ‘The actor’, tema inspirado en el fondo sórdido de Sunset Boulevard y el deceso de John Belushi en el hotel Chateau Marmont, resuelto con un clínico tratamiento electrónico. Y un halo de muerte y asesinato envuelve ‘Chicago’, con su atmósfera de plomo y su crepúsculo techno, y la majestuosa ‘Philadelphia’, donde se oye a una cantante de ópera enjaulada.

Tres efigies distantes

Estos temas, y hasta otros cuatro del nuevo álbum, hablaron del presente consolidado de Joe Newman y compañía, un trío que, como si de una versión alt-rock de la institución progresiva Rush se tratara, se basta y sobra para levantar concienzudos templos sónicos con una personalidad impepinable. Casi todo parece valer en ese mundo: la cenefa de guitarra a lo Ali Farka Touré que abrió la sesión (‘Bane’), un canto de bosque ‘a cappella’ (‘Interlude 1’) o un subidón final casi hard rock (‘In cold blood’). Temas que Newman interpretó con sus inquietantes cantinelas de película de terror y que la banda desplegó con nulo dinamismo sobre las tablas, cual tres efigies o bichos con ocho brazos, a lo sumo acompañados de luces de neón azul o violáceo.

Las sacudidas eran más mentales que escénicas, y ahí consignemos la secuencia enrarecida de ‘Taro’ y el macabro “tra-la-la” de ‘Fitzpleasure’, que culminó el ‘set’ invocando la crudeza de las grandes urbes (vía ‘Última salida, Brooklyn’, de Hubert Selby Jr.). Pero alt-J tiene perfiles menos rebuscados, y ahí estuvo ese bis culminado con su tema más difundido, ‘Breezeblocks’, de su primer álbum (2012), simpático canto al amor a través del canibalismo. Con todo ello, el trío nos recordó cómo es posible abrirse paso en un imaginario que no deja de ser rock, manejando sibilinas dosis de perversión y excentricidad.

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