Opinión | Quemar después de leer

Laura Fernández

Laura Fernández

Escritora y periodista

Habitar un cuento en un cementerio

Una pequeña compañía de teatro interpreta los relatos de Mariana Enriquez en un cementerio de Buenos Aires cada viernes y los convierte, sin querer, en otra cosa, ¿o no puede vivirse, también, dentro de un cuento?

Ilustración Quemar después de leer Mariana Enríquez

Ilustración Quemar después de leer Mariana Enríquez / SARA MARTÍNEZ

El Cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, tiene aspecto, como la propia Biblioteca Nacional, de vasta obra tremendista. Un paisaje en piedra de un futuro en el que todo es pasado, y un pasado abandonado, que quedó fuera del tiempo hace mucho tiempo. Hay algo retrodistópico en sus interminables moles de cemento repletas de lo que parecen cajones de frontal tallado, y son, claro, nichos. El desorden es tal, sin embargo, que, como en una mastodóntica biblioteca sin orden —tiene 95 hectáreas, es como una pequeña gran ciudad—, cualquiera resulta inencontrable. A menos que disponga de su propia estatua y placas en forma de guitarra, como Carlos Gardel, que, junto a Alfonsina Storni, figura entre los vecinos más ilustres de tan decadentista y arquitectónicamente impactante.

Los viernes, a las tres de la tarde, un pequeño grupo de actores, dirigidos por la también actriz Analía Couceyro, interpreta, en rincones decididamente únicos y tormentosos —cañerías podridas que gotean, viejas escaleras con aspecto de escaleras de instituto hacia más pasillos de nichos, lo que parecen patios de tierra revuelta sobre la que poder fingir escarbar con los zapatos—, relatos de Mariana Enriquez. El público, nunca más de 30 personas, es un público itinerante, que sigue a los actores en silenciosa y curiosa procesión por entre las tumbas, y se aleja de la muchedumbre abovedada, las singulares criptas, para internarse en ese otro mundo de muerte almacenada en el que el yo de cada relato elegido se hace aún más único.

Fue August Strindberg, inspirado por los escritos de Max Reinhardt y su primigenio teatro de cámara, quien descubrió el valor de lo interpretable lejos del escenario, ante ninguna platea. Creó, el dramaturgo y escritor sueco, el llamado Teatro Íntimo, esto es, un teatro interpretado ante una pequeña audiencia, en el lugar adecuado, en su caso, habitaciones en las que el público ni siquiera tenía por qué estar sentado. Pretendía, Strindberg, romper con la cuarta pared, hacer, en realidad, del espectador esa cuarta pared, y elevar el texto interpretado a una pretérita forma de perfomance. Después de todo, sus obras consistían en parejas discutiendo, ¿y qué mejor que verlas discutir en lo que podría ser su propio cuarto de estar?

Nada de carne sobre nosotras. Así se llama el espectáculo que se interpreta los viernes en La Chacarita, por tiempo limitado, y casi milagroso: no ha sido fácil para la compañía gestionar los permisos, ni siquiera se permiten fotografías en ese cementerio, el más grande de la ciudad y el más misteriosamente protegido. Invocando el espíritu de Strindberg, Nada de carne sobre nosotras propone una experiencia inmersiva, un teatro íntimo sepulcral que toma el yo de relatos clásicos de la escritora argentina como La casa de Adela, esa casa fantasma traganiños que aparece también en Nuestra parte de noche, y los convierte en una escena de un único actor, o actriz, que es a la vez la narradora de la historia y todos sus, a menudo ferozmente poseídos, personajes.

Y ocurre algo curioso. A la manera en que, como anticipó Strindberg, la adecuación del espacio potencia un texto teatral, creando un vínculo con el espectador tan íntimo que por momentos puede sentirse parte de la escena, la interpretación de un relato escrito para no salir de la cabeza del lector, para formar parte de esa experiencia telepática que, como decía Stephen King, se da cada vez que un lector lee la mente del escritor leyendo lo que ha escrito, se ensancha y cobra otro sentido. Toma cuerpo, o tierra, y se convierte en otra cosa, algo que, se diría, el lector puede habitar por un rato, y que a la propia autora, que en hasta dos ocasiones ha participado del recorrido, se le vuelve, por momentos, irreconocible. De alguna forma, más real que la propia realidad.

Esa misma noche, en Buenos Aires, Damián Smajo y Gonzalo Carmona interpretan el intenso y delirante, el tristramshandyano y trágico y absurdo Como pata de chancho, en los bajos de un edificio del barrio judío, ante también no más de 30 personas. Cuando se va la luz y empiezan los golpes en la puerta, el espectador cree que van a llevárselo también a él, como creen los protagonistas que, algo, no se sabe bien qué, va a llevárselos, mientras tratan de devolver la vida a su madre, la diva muerta, reinterpretando inútil y torpemente pedazos de sus obras londinenses. Y otra vez el espacio importa. La obra transcurre en su aparente sala de estar, en la que se han distribuido sillas para el público, que no se dispone a contemplar, sino a vivir, como en La Chacarita, eso, lo que sea que va a ocurrir, con ellos, porque ¿acaso no puede vivirse, también, dentro de un cuento?

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