Bienvenidas sean Cordelia y Elaine, otra vez

'Ojo de gato', el clásico de la Margaret Atwood no distópica que vuelve, retraducido, disecciona la crueldad adolescente femenina como pocos

La escritora Margaret Atwood.

La escritora Margaret Atwood. / Sara Martínez

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Edgar Wright nació en un lugar llamado Poole, en Dorset, Reino Unido. Empezó a dirigir películas cuando tenía 14 años. A los 20 ya tenía una futura obra de culto en algún tipo de antena, un western que se reía de sí mismo titulado A Fistful of Fingers, algo así como Un puñado de dedos. Hizo lo mismo con el terror zombie y el policial en las brillantemente absurdas Shaun of the Dead y Hot Fuzz. Su estilo es inconfundible, plástico e hiperbólico. Elegantemente pulp. Él lo considera algo que llama Homage-O-Meter, es decir, un homenaje a un director que admira y exprime cada vez. Nada de eso importa en realidad. Lo que importa es lo que hizo en su última, efectiva y lynchiana —de un Lynch slasher— película, Última noche en el Soho: diseccionar la crueldad adolescente femenina.

La protagonista de Última noche en el Soho —el título está fatalmente traducido, debería haber sido Anoche en el Soho, porque hay una doble vida nocturna que, cada vez, se recuerda por la mañana como una especie de sueño y no una última noche— es una adolescente de un pequeño pueblo que se muda a Londres para estudiar moda. Talentosa hasta el punto de diseñar y coser su propia ropa —la que viste— llega a la residencia de estudiantes ilusionada, y se topa con el muro de su compañera de cuarto, la engreída, envidiosa y malísima Jocasta. La clásica chica popular por completo vacía, un absurdo agujero negro que pretende tragárselo todo porque, puesto que ella no va a brillar, no piensa dejar que nadie lo haga.

El retrato de lo salvaje, asfixiante y destructivo que resulta el acoso que sufre Eloise —la chica recién llegada, la protagonista— da una idea de la violencia que las mujeres ejercen contra las mujeres en esa época de claroscuros, la adolescencia, de tentativas, de exploración de, a veces, macabros límites, y la indefensión que sufre aquella que las otras eligen para alimentar, desde el odio, su amistad, o camaradería, que no es más que un intento de sobrevivir, o de no convertirse en víctima. “Las chicas entramos pronto en la política. Todo lo que hacemos es política. Nuestro poder es verbal, no físico”, dijo en una ocasión Margaret Atwood. Alguien le había preguntado por Cordelia, ese tipo de agujero negro en su obra, la aplastante y temible antagonista de Ojo de gato (Salamandra).

Publicada originalmente en 1988, y recién rescatada y retraducida, Ojo de gato fue la novela que siguió a El cuento de la criada (1985), y tal vez el clásico de la Atwood no distópica menos recordado. Ahí están su indispensable primer disparo, La mujer comestible (1969), y esa suerte de historia de fantasmas que es en realidad una historia de amigas enemigas, La novia ladrona (1993). Ambas son una aproximación, un intento de explorar, de forma autoconsciente y autocrítica, la complejísima psique femenina, sus laberintos y sus fosos. ¿Arrojan luz? Mucha. En el caso de Ojo de gato, la arroja sobre la infancia, y sobre todo, la adolescencia de una mujer —una famosa pintora de vuelta en su irreconocible Toronto natal— marcada por su relación con una supuesta mejor amiga.

Elaine, que así se llama la protagonista, guardaba tanto parecido con la propia autora, que Atwood se sintió obligada a incluir una breve nota al inicio asegurando que “aunque su forma —la de la novela— corresponde a la de una autobiografía, no lo es”. Y sin embargo, ella admitió tener a una Cordelia en su vida. Lo hizo en un curioso programa de radio canadiense que, con motivo de la publicación del libro y con Atwood como invitada, quiso saber si entre sus oyentes había alguien que, como Elaine, tuviese a una Cordelia en su vida. Esto es, alguien capaz de “embrujarte” hasta el punto de creer verla en todas partes cuando caminas por los lugares que compartiste con ella. Porque la temes, por supuesto. Hubo un alud de llamadas. Atwood había pulsado el botón correcto.

Aterroriza la manera en que la invisibilidad femenina en lo literario ha dejado a las lectoras sin espejos que les permitan observarse y entenderse; descubrir, como dijo Atwood en una ocasión, cómo de “cambiantes y complejas, de bizantinas, son sus alianzas”, antes de que esas alianzas las dejen fuera de combate, a merced de una Cordelia, o una Jocasta, incapaz de contener su furia. “Lo que ocurría cuando a esas mujeres que llamaban al programa de radio les preguntaban qué le dirían a su Cordelia entonces, si se la encontraban por la calle, es que no podían reprimir su rabia. Seguían enfadadas”, explicó la escritora, que además de ocuparse de lo que podría pasarnos en un futuro inconcebiblemente desastroso, lleva desde 1969 radiografiando lo que siente para que no nos sintamos solas. Bienvenidas sean, pues, Cordelia y Elaine, otra vez.

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