Crítica de teatro
'Una imagen interior': teoría del ensimismamiento
La compañía El Conde de Torrefiel presenta en el Festival Grec su pieza más internacional antes de pasearla por plazas tan importantes como Aviñón y París
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
Con permiso de la danza espasmódica de La Veronal de Marcos Morau, el teatro posdramático de la compañía El Conde de Torrefiel ha supuesto uno de los revulsivos más refrescantes de la escena catalana de los últimos años. Su desconcertante yuxtaposición de textos desafiantes, movimientos cotidianos resignificados y una plástica magnética marcan ya una influencia visible en los jóvenes creadores más heterodoxos. 'Una imagen interior' se presenta en el festival Grec como la conclusión a un largo proceso de investigación sobre la verdad y la ficción. Aún producida por los festivales 'top' de Europa -en 15 días se presenta en Aviñón-, la nueva creación no hipnotiza tanto como nos hubiera gustado.
La primera función en la sala Puigserver del Lliure fue un poco accidentada, con parón de 20 minutos por un fallo en las luces. Hachazo en la envolvente atmósfera que es la mejor baza del espectáculo. La consiguen cruzando iluminación saturada y un diseño de sonido de aire atronador, además de una escenografía de telones plásticos visualmente muy agresiva. De repente, irrumpen en escena pequeñas esculturas móviles que parecen inspiradas en los perturbadores volúmenes orgánicos de Louise Bourgeois. El terciopelo onírico de David Lynch seguido del ardor lumínico de Gaspar Noé: todo parece pensado para remarcar la artificialidad del conjunto, la mentira de base que encierra el dispositivo.
Fantasmas mudos
Para compensar la densidad visual, el movimiento de los personajes es mínimo, incluso anecdótico si lo comparamos con las brillantes escenas de movimiento colectivo del anterior 'La plaza'. Deambulan los intérpretes como fantasmas mudos, primero por un museo y luego por un supermercado, para más tarde dejarse arrastrar por un sueño. Escenarios contemporáneos basados en un extrañamiento físico que podría haber lucido más con un trabajo de detalle de la expresión corporal. Con tanto despliegue técnico, se echa en falta un poco más de técnica en los cuerpos.
Finalmente, como el resto de lenguajes en mezcla, los textos proyectados serpentean inquietos buscando nuevas fronteras. La escritura de Pablo Gisbert se aferra a la primera persona para señalar el abismo entre la realidad y las ficciones que mediatizan la vida contemporánea. Mitad descripción reiterativa, mitad ensayo situacionista, la narración navega sin rumbo aparente por meandros discursivos. Ante tanta intención de profundidad, echamos de menos la ironía gamberra de obras como 'La chica de la agencia de viajes...', pero cualquier nostalgia es tiempo perdido porque El Conde de Torrefiel no atraviesa dos veces el mismo río.
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