La hoguera

Atrapado en el móvil

Una persona observa su teléfono móvil.

Una persona observa su teléfono móvil. / PIXABAY

Juan Soto Ivars

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Mi hijo (18 meses) cree que estoy atrapado en el móvil de mi mujer. Tengo que terminar un libro y entregarlo al editor, así que pasamos esta semana lejos. Nos vemos una vez al día en videollamada. En mi ausencia ha aprendido a decir un montón de palabras, como si hubiera captado que la comunicación es una selva oscura a la que hay que presentarse bien equipado, y también ha aprendido a desplazarse en el triciclo con los pies, porque el mundo le debe parecer ahora bastante más grande que antes. Sin embargo, no entiende que estoy lejos. ¿Dónde está papá?, le pregunta Andrea por la noche, y el crío va al teléfono y lo señala con el dedo. 

Ahí estoy metido, vaya un engorro. La mayor parte del día no se me ve, pero aparezco de vez en cuando, al caer la tarde, debido a circunstancias extrañas. Después se me traga el aparato como hace con los abuelos, y por más que me llames no reaparezco. Es un fastidio: a mí me duele estar aquí metido, en la oscuridad, como los fantasmas cuando los cazaba Bill Murray. ¿Cómo habré terminado así? 

Le expliqué hace unos días que iba a montar en un tren y que estaríamos lejos. Como uno nunca sabe qué parte entiende de las cosas o cómo las interpreta, le hice el “chuchú piii piii” y todo, como si fuera a montarme en un tren de locomotora de carbón, y me pregunté luego, en el Ave, por qué el sonido de los trenes que emiten los padres sigue siendo el mismo que hace cien años, y si cuando el mío empiece a dibujar hará coches redondos como los que ve por la calle o cuadrados ochenteros como los que le dibujamos, y por qué, si siempre ha vivido entre bloques, y todo el mundo vive en bloques, le dibujamos nosotros casas antiguas en medio del campo, con tejados de punta, bajo unas nubes de las que cae agua, como antes del cambio climático. 

Pienso también en todos esos animales que le dibujamos o le mostramos en los cuentos, los leones cuyos rugidos imita, y los caballos que me pide que imite porque le hace gracia el relincho, y los cerdos que no le da la gana de imitar, y me doy cuenta de que nunca ha visto ninguno, y de que conoce la representación de las cosas antes que las cosas, y de que ahora yo soy la representación de papá, atrapado en el móvil, y no parece que le extrañe. Y me sorprende el humano, tan pequeñito, con apenas unas pocas palabras en la boca, que ya ha conectado sin embargo con ese mundo simbólico infinito en el que los demás nunca se mueren del todo.

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