Crítica de libros

'Nostalgia de otro mundo' de Otessa Mosfegh: brutos, feos y malos

Los magníficos relatos de la autora de 'Mi año de descanso y relajación' apuntan a una misantropía y una sinceridad al alcance de muy pocos

Ottessa Moshfegh

Ottessa Moshfegh / Jake Belcher

Sergi Sánchez

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Tal vez las palabras que se repiten más a lo largo de estos magníficos cuentos sean “odio”, “asco” y “feo”. No parece muy alentador, a no ser que el lector sea muy fan de Céline, Bataille o Bukowski. ¿Podríamos hablar acaso de la réplica femenina a Donald Ray Pollock o de la doble americana, como ha apuntado Rodrigo Fresán, de Sara Mesa? Lo cierto es que, para Ottessa Moshfegh, la luz solo se enciende bajo el techo de la hostilidad, sin hacer distinciones entre espacios urbanos o rurales, entre jóvenes o ancianos, entre pobres o profesionales liberales. La desolación es su credo, la sordidez su biblia, la desesperación su modus vivendi. Su estilo, pulido como un diamante encontrado en el estercolero de la decepción. Frase corta, realismo sucio y ritmo de una musicalidad dodecafónica: las palabras adquieren la melodía de una gota cayendo de un grifo mal cerrado, provocando una sensación de desasosiego en el lector que se acumula como en una inundación anunciada.

En el relato que cierra 'Nostalgia de otro mundo', 'Un lugar mejor', suerte de coda alegórica a la colección, Urszula, que tiene un hermano mellizo, está convencida de que ambos nacieron “en otro lugar” que no es la Tierra: “No es un sitio ni un lugar, pero tampoco es que sea ninguna parte. No tiene un dónde. No sé qué es, pero este sitio de aquí seguro que no, con todos vosotros que sois tontos”. Es en ese lugar que el lenguaje no puede delimitar, tomando la forma de una playa, de una estación de autobuses plagada de zombis politoxicómanos, de un restaurante de comida rápida, de un cibercafé, de una casa de paredes desconchadas o de una puerta que nunca deberíamos cruzar, donde se despliegan los deseos frustrados -a menudo siniestros, que huelen a tabú y caramelos derretidos por el sol- de una pandilla de personajes brutos, feos y malos, cuya perversión exuda una ternura terrorífica. La implacable estructura de cada relato -difícil escoger entre 'El señor Wu', 'Suburbio', 'El muchacho de la playa' o el citado 'Un lugar mejor'- parece conducir a las tan queridas epifanías chejovianas, pero la epifanía o no llega o se trunca a la mitad en un final abierto a la extrañeza, sin que la historia, ya difusa, se resienta de ello. Es una operación de desecamiento en la que el o la protagonista pierde la oportunidad de resolver su soledad, y se resigna o se decide a vivir en una ignominia que conoce demasiado bien.

Odiar es, pues, una manera de ocupar un espacio de resistencia. Como la indolencia combativa, regada con películas de los 80 y un botiquín de narcóticos con receta, de la heroína de la celebrada novela de Moshfegh 'Mi año de descanso y relajación', el desprecio por el mundo que sienten los personajes de estos cuentos -a veces de una refinada crueldad y, definitivamente, no aptos para paladares de todos los públicos- se confunde con su extrema vulnerabilidad, a menudo decapitada por un descarnado, excéntrico sentido del humor (la protagonista de 'La subrogada' con la foto de Charles Chaplin pegada a su pubis inflamado, al que llama Hitler ante un amante que habla poniéndolo todo entre comillas). Moshfegh es una misántropa, pero en esa misantropía, que algunos lectores pueden encontrar arrogante o disuasoria, hay una sinceridad que no muchos escritores se atreven a mostrar.