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Josep Maria Fonalleras quiere ser romano

El escritor revela en 'Un café a Roma' su particular 'ciudad eterna' tras visitarla al menos 30 veces

Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras / Jordi Cotrina

Ernest Alós

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El padre de Josep Maria Fonalleras era uno de los 'manaies' que desfilaban, vestidos con coraza, penacho, lanza y capa de legionario, en las procesiones de Semana Santa de Girona. Cuando cantaba el credo, enfatizaba el "católica, apostólica y romana" pero con especial énfasis, cree recordar su hijo, lo de "romana". Procuró que el retoño recibiera la comunión con marchamo del Santo Padre en San Pedro, a la sombra del baldaquino de Bernini (aunque Pablo VI solo se lo mirara de lejos desde su cátedra). Y cada Navidad y Pascua, hacía formar a la familia frente al televisor para recibir la bendición papal.

Cosas así marcan, y no es de extrañar que a Fonalleras le haya quedado no ya una pasión por Roma. Sino por ser romano. O más exactamente, por querer ser romano, por aspirar a parecerlo o por sentirse, por lo menos, en casa. En al menos una treintena de visitas, desde la primera con 14 o 15 años, el escritor ha llegado a la conclusión de que (a diferencia de otros lugares de fascinación inmediata, revelación fulgurante e impacto instantáneo), lo de conocer Roma ha de ser "una recurrencia constante", un volver una y otra vez (con la contribución inapreciable de Ryanair) para ser cada vez "un poco más romano", descubrir cosas nuevas o repetir rituales una y otra vez (como recitar a la 'Oda a una urna griega' de Keats ante su tumba). Y a ese deambular le dedica su último libro, 'Un cafè a Roma' (Univers).

Un libro barroco

Hay quien ama los restos de la Roma clásica y acepta como un peaje a pagar el barroco romano. No es el caso de Fonalleras, hasta el punto que hasta su libro es barroco. Nada de una guía ordenada, o un relato cronológico, sino una acumulación de recuerdos, recetas, imágenes, anécdotas y compañías. Es un paseo voluntariamente desordenado que invita al lector a leerlo como tal, a "perderse". "Una continua reflexión de preguntarse qué es Roma y qué es para ti". Hasta acabar sintiendo, como le dijo su hija, que "Roma es casa". Si durante años Roma ha "colonizado culturalmente y sentimentalmente", con este libro aspiraba a "colonizarla" él.

"No es ni una guía ni una enciclopedia", advierte Fonalleras. Ni un retrato político o sociológico, más bien una "ficción literaria". A diferencia, por ejemplo, de las 'Historias de Roma' de Enric González, salen pocos romanos. Es la Roma sentimental, artística, arquitectónica, de Iglesias, restaurantes y cafés, del visitante devoto. Más bien, dice, un "caleidoscopio". O como el reflejo de las pinturas de las bóvedas del 'Gesú' que se agolpan concentradas en el espejo situado en el suelo de iglesia.

Entre la ficción y la realidad

Roma flota "entre la ficción y la realidad", explica. No solo por vivir en el pasado. Para explicarlo se pasea por el barrio de diseño mussoliniano de la EUR, un barrio real, con residentes y oficinas pero que parece un decorado de ficción, presidido por el edificio que parece un cuadro de De Chiricho. O Cinecittà, un decorado de ficción que es también una ciudad llena de actividad. Mucho cine en el libro, por supuesto. Y también cocina. A veces con detalles casi al nivel de receta, pero a menudo solo basta con los nombres de los platos para evocar un paisaje gustativo. Y claro, café, empezando por el título.

Con la 'colla' que visitaba a menudo Roma, a veces ida y vuelta en el día aprovechando las ofertas de derribo de Ryanair desde el aeropuerto de Girona, un día llegaron a hacer una expedición, como quien toma el autobús, para decidir rellenando una table con puntuaciones objetivas cuál era el mejor café. La conclusión: el Caffè Sant'Eustaquio venció a su competidor, la Tazza d'Oro. Aunque lleve azúcar por defecto y solo lo hagan sin si es 'richiesto all'ordine'.

Hay otro padre de Fonalleras en el libro. El sacerdote Modest Prats, que solo viajaba allí donde hubiesen estado antes los romanos. Prats llegó a sustituir a un párroco romano en algunas de sus misas. El primer sermón se lo preparó concienzudamente, en un italiano que Fonalleras reconoce mucho mejor que el suyo o el de tantos catalanes que presumen de hablar italiano. Al acabar, el párroco titular felicitó al docto 'mossèn'. Aunque le añadió que no se preocupase, que la próxima vez ya daría el sermón en italiano. Lo de querer ser romano es una aspiración, pero inalcanzable.

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