Hotel Cadogan
Los libros recomendados por Olga Merino: Flaubert, gótico y barcelonés
Carpenoctem acaba de publicar 'Dos cuentos góticos', dos relatos que el autor francés escribió en 1836, a los 15 años

Gustave Flaubert, en un cuadro de Pierre François Eugène Giraud de 1856 /
La tarea más engorrosa de cuantas nos ocupan en el Cadogan es el expurgo de la biblioteca, la eliminación del polvo depositado en las baldas, aun las que se encuentran a resguardo tras cristales, la mayoría. Las partículas insidiosas se cuelan por las rendijas y flotan en el aire hasta decidir dónde se posan para mortificarnos mejor. Desde los tiempos de la reina Victoria, hemos venido perfeccionando algunos trucos para aligerar la tarea, como limpiar los libros de dos en dos con una brocha plana de pintor o colocar pedazos de tafetán sobre el corte superior de los volúmenes, entre la cabezada y el lomo, pequeñas tiras de tela cortadas a medida que sacudimos cada tanto; la seda tupida chupa muy bien el polvo. En cualquier caso, una pesadilla doméstica, como la de mantener cierto orden entre los títulos y encajar los que van llegando.
La ultimísima de nuestras adquisiciones es tan ligera que se ha colado como una pluma entre ‘Madame Bovary’ y ‘Salambó’ sin necesidad de descabalgar de los estantes todo el siglo XIX francés. Una obra fina como un pensamiento, una rareza literaria de 81 páginas titulada ‘Dos cuentos góticos’ que acaba de publicar Carpenoctem —¡qué buen nombre para una editorial!— con prólogo del escritor Miquel Molina. Se trata de dos relatos de corte muy romántico todavía, con sus callejones lúgubres y brujas que leen la buenaventura en la palma de la mano, escritos por Gustave Flaubert en 1836, a los 15 años, cuando empezaba a salirle el bigote de guerrero mongol. No deja de ser curioso que dedicara una de sus primeras composiciones, el cuento ‘Bibliomanía’, a Barcelona, ciudad libresca donde las haya, y que con clarividencia adolescente profetizara en él un hábito tan contemporáneo, el de acumular libros sin leerlos, lo que los japoneses llaman ‘tsundoku’, debido, señala el prólogo, al «desequilibrio entre una oferta editorial expansiva y un hábito de lectura menguante».
El segundo de los cuentos, ‘La peste en Florencia’, se inspira en las rencillas sangrientas en el linaje de los Médici y crea una atmósfera aún más gótica: «Hacía frío en aquella habitación que olía a algo húmedo y sepulcral que recordaba a un anfiteatro de disección». Otra intuición juvenil, pues eso haría de adulto, cuando se convirtiera en un solterón provinciano y vocinglero: «Disecarse en vivo». Por amor a la literatura, por escribir algo perdurable con la paciencia del picapedrero. Constancia y convicción.
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