Opinión | Periféricos y consumibles

Javier García Rodríguez

Javier García Rodríguez

Escritor y profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Oviedo

Carnaval, ceniza, Ucrania

Imagen de destrucción en la ciudad de Brovary, en las cercanías de Kiev

Imagen de destrucción en la ciudad de Brovary, en las cercanías de Kiev / Sergey Dolzhenko / EFE

Es Carnaval, pero bromas las justas. Don Carnal debería dar para mucho porque somos de carne mortal, de risa loca y de exceso, pero cómo hacerlo con nuestros hermanos ucranianos muertos, heridos, escondidos, desplazados, en guerra sin paz. Todos los hermanos, padres e hijos, almas muertas, que viven este crimen y este castigo, vida y destino, resurrección en su horizonte. El maestro y Margarita, Anna, el jugador, la hija del capitán, quizá Lolita, la madre sin capote. En las noches blancas, noches en blanco, solo recuerdan las memorias de la casa muerta, las memorias del subsuelo, pensando que el idiota, el malvado, no alcanza a tener ni corazón de perro.

La muerte acecha, la muerte de Iván Ilich, de todos los ivanes. Todos los hombres ucranianos entre los 18 y los 60 años llevan una marca de ceniza en la frente. Si no conseguimos evitarlo, su destino está escrito como el de los diecisiete Aurelianos, marcados por una cruz de ceniza indeleble desde que el padre Antonio Isabel dibujara sin saberlo una diana cenicienta el Miércoles de Ceniza. Irán cayendo los varones, como una maldición, después de conducir a sus mujeres, a sus madres, a sus hermanas, a fronteras congeladas donde tomarán trenes hacia la nada solidaria, mientras ellos regresan por imperativo legal, por orden de la superioridad, por convencimiento quizá, a luchar por las calles, a fabricar cócteles molotov, a morir por una patria que no sabían que tenían. Iván Ilich. Iván Triste. Iván Amador.

Yo quería escribir hoy sobre el carnaval y sus disfraces, que nos protegen y nos descubren lo que somos. Quería escribir sobre el amor. Lo digo en serio. Tenía prevista una pieza sandunguera y chispeante que iba a titular “En aroma, enamora” como el anuncio de un café. Quería escribir sobre la camarera de una terraza en Chinchón que nos explicó lo que era un oxímoron al hilo de un plato de “torrezno light”. Quería escribir de la despedida de los escenarios de Siniestro Total. ¿Cómo no sonar frívolo en días como estos? Porque ya se han quitado la careta y el disfraz no nos gusta y da pavor. Porque el amor constante más allá de la muerte se ha quedado en el vagón de un tren camino de Polonia, en un búnquer atestado. Porque las figuras retóricas no ayudan a entender la levedad de la carne quemada. Y en cuanto a lo siniestro, forma parte de todos nosotros para siempre, como la marca de la cruz en la frente de los Aurelianos. Cómo no preguntarse, como se preguntaba Julián Hernández, aquello de “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?” Porque yo no lo sé. No tengo ni idea.

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