Hotel Cadogan
Tabernas, casas de citas y conspiraciones: el Madrid oscuro de Fernando VII
'El enigma del convento', de Jorge Eduardo Benavides, recrea la España miserable y cainita de 1814
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Como en este venerable hotel londinense somos de estirpe tan novelera, ayer pasó lo que pasó: el desayuno se sirvió ya bien entrada la tarde, en plan merienda del Sombrerero Loco, y se quedaron sin repasar las habitaciones de los huéspedes, ay. La culpa la tuvo un libro… Aún no había amanecido del todo cuando una de las doncellas lo encontró abierto en el jardín, detrás del rosedal, sobre uno de los banquitos de hierro despintado, sus páginas removidas por una brisa que arrastraba consigo un extraño perfume, mezcla de océano y taberna iluminada con candiles de sebo. La muchacha se acercó; le atrajo la imagen de la cubierta, un viejo sable con la empuñadura de asta, pero fue al leer el título de la novela cuando no puedo más que traerla corriendo a la cocina y empezar a leérnosla en voz alta. Se nos fue el santoral completo al cielo.
'El enigma del convento', que así se titula, es obra de Jorge Eduardo Benavides, escritor de sólida trayectoria literaria que se llevó con ella hace unos años el XXV premio Torrente Ballester. La novela se ambienta en 1814, entre la España de Fernando VII, recién liberada de la ocupación napoleónica, y el convento de Santa Catalina, en Arequipa, en el lejano Perú, donde ya soplan los vientos liberadores de la emancipación. Prosa exquisita y una trama precisa para recrear una época tan interesante como trágica: un rey inepto para el trono, martirizado por la gota, persuadido de que la plata de ultramar lo salvaría de la bancarrota, incapaz de darse cuenta de que América ya se había largado irremisiblemente. Un Madrid oscuro, plagado de tabernas y casas de citas -el monarca frecuentaba el burdel de Pepa la Malagueña-, de corralas de teatro y tertulias, de cortesanos más preocupados por sus prebendas que por los asuntos del país, de hombres turbios enfundados en capas, de conspiraciones liberarles para restaurar la Constitución de Cádiz que solían quedarse en fogata de virutas. Un país cainita y miserable, un país de bandoleros.
Tan jugosa resulta la época en sus sombras que causa extrañeza la escasez de ficción en ella asentada. Pero la explicación se antoja simple; escribir novela histórica, de la buena, es ardua tarea: la encarnadura de los personajes, el juego entre realidad e imaginación, el registro de la lengua y sobre todo ni aburrir ni apabullar al lector. Por cada página escrita, van centenares de leídas. Y sin que se note.
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