BARCELONAS

De flores y pingüinos

Alejandro Palomas, premio Nadal en el 2018, publica un poemario escrito en el silencio de Tierra de Fuego

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Olga Merino

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Buscando una floristería para la foto, acabamos bajo el emparrado de una buganvilla, la que plantó la florista Maria Ponsà hace 16 años en un alcorque frente a su establecimiento, en la esquina de Rambla de Catalunya con Còrsega. Sin muchas esperanzas de sobrevivir, el esqueje acabó convertido en un árbol majestuoso a base de tiempo, agua y empeño. Lo mismo ocurre con la amistad y la poesía, el binomio del que beben estas líneas. Y el decorado vegetal, ¿para qué? Pues porque el nuevo poemario de Alejandro Palomas se titula ‘Una flor’ (Letraversal), y porque el autor barcelonés se crio precisamente en la floristería que regentaban su madre y su abuela, La Pimpinela, donde le asignaron de niño la responsabilidad de quitar las espinas a las rosas. En cierta manera, a eso se ha dedicado en la vida.

Premio Nadal por ‘Un amor’ (2018) y Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (2016), a Palomas se lo conoce sobre todo por su obra en prosa, aunque cultiva la poesía desde siempre, despacio, con la veneración de quien entra descalzo a un templo. Sabe que el poema es "una casa que hace bien y refugia bien", una madriguera cálida en tiempo de intemperie donde uno puede mostrarse sin máscaras: "He dedicado los primeros cincuenta años de mi vida/ a despellejarme la infelicidad de la infancia". Un chaval al que le robaban la merienda en el recreo, un niño convencido de que el pingüino Pondus, bufanda roja al cuello, iba a ser su único amigo. Por ello, adonde quiera que vaya, el escritor se desplaza con el viejo cuento en la maleta, el ejemplar de 1967 que le regaló la tía Núria, bibliotecaria.

En la portada del poemario aparece una flor, similar a una amapola, cuyo tallo se convierte en cuchillo, una ambivalencia en Palomas casi identitaria: por un lado, el Alejandro solar que se muestra al mundo; por el otro, la herida, la sombra. "No he sido farero./ Llegué tarde al manejo de la luz".

Cómplice y conspiradora

‘Una flor’ está dedicado a su amiga la editora Belén Bermejo, cómplice y conspiradora, fallecida este verano –qué temporada de pérdidas–, antes de que pudiera ver el libro impreso (Belén detestaba la leer en PDF). Ella, de las primeras lectoras en confiar en su voz, le puso en un brete durante una de sus múltiples charlas: ¿qué fue primero el poeta o el poema? De vuelta a casa, en el tren, contestando por escrito a la pregunta, brotó la semilla del libro.

No deja de ser curioso que terminara la obra en un paraje donde reina el silencio y no crece una sola flor, un lugar que es puro espacio, donde "no tienes que pedir permiso para encajar": Tierra del Fuego, en la Patagonia chilena. Hasta allí viajó siguiendo los pasos de la bióloga alicantina Josabel Belliure, especialista en el pingüino emperador. Fruto de aquella estancia en una reserva natural, de las conversaciones entre científica y poeta, una productora se animó a rodar un documental titulado ‘Vínculo’. El tiempo lo acaba poniendo todo en su sitio: el pingüino Pondus lo llevó al fin del mundo; las flores de la infancia, al refugio del poema.

Resistir es vencer

Del viaje a Tierra de Fuego, Palomas regresó, además, con la idea de un ensayo sobre Ernest Shackleton tras el hundimiento del barco ‘Endurance’ en el tercer viaje a la Antártida del explorador. ¿Qué pasaría por las cabezas de los 28 tripulantes durante los dos años que permanecieron aislados?

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