Historias

El cólera en el Londres victoriano

El doctor John Snow descubrió en 1854 que la enfermedad se transmitía a través del agua contaminada con materias fecales

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Olga Merino

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Produce cierto temblor espinal caer en la cuenta de que un lugar y un tiempo determinados unieron a tres especímenes que, cada uno por su cuenta, estaban revolucionando a la vez las ideas políticas, los presupuestos científicos y la urdimbre de la novela, tres monstruos llamados Karl Marx (“proletarios del mundo, uníos”), Charles Darwin (“somos monos”) y su tocayo Dickens (“era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”). A mediados del siglo XIX, la genial tríada coincidió en Londres, entonces la capital del mundo, una ciudad de luz y sombra donde miles de campesinos trasterrados se hacinaban en barrios insalubres para echar carbón al motor de la historia. Niebla por todas partes, vaharadas de vapor maquinal, suciedad y mucha gente junta. El cocimiento perfecto para la enfermedad.

El cólera, ya endémico en el subcontinente indio, había llegado a la isla de su graciosa majestad en la década de los 30. La epidemia que ha pasado a la historia fue la de 1854, menos mortífera que anteriores embates pero célebre por el buen hacer de un médico, John Snow, quien ya gozaba de reconocido prestigio por cuanto había asistido a la mismísima reina Victoria en el alumbramiento de dos de sus hijos mediante un innovador anestésico: el cloroformo. Sí, costó Dios y ayuda erradicar el precepto bíblico “parirás a tus hijos con dolor”.

Aunque la bacteria ‘vibrio cholerae’ no fue aislada hasta 1883 por el médico alemán Robert Koch, nuestro hombre llevaba al menos cuatro años siguiéndole la pista al cólera y ya sospechaba que la enfermedad (deposiciones líquidas, náuseas, vómitos) se transmitía por el agua contaminada con materias fecales. En agosto de 1854, cuando estalló el brote, el doctor Snow estaba en el lugar adecuado para probar su teoría, el barrio del Soho, donde vivía y pasaba consulta. A medida que los vecinos caían enfermos, les preguntaba uno a uno de dónde habían sacado el agua consumida en casa y, usando también datos del hospital local, fue marcando sobre un mapa puntos rojos que sospechosamente se arracimaban en torno a una fuente pública situada en el cruce de Cambridge Street con Broad Street. En apenas diez días el cólera había causado 500 víctimas mortales.

Su perseverancia resolvió el misterio. Resulta que una mamá distraída había lavado los pañales de su bebé -diagnosticado con una diarrea infantil común y corriente, se encontraba ya gravísimo por el cólera- y vertido el agua sucia en el pozo ciego de su casa, conectado a su vez con el desagüe de la calle. El doctor Snow porfió y porfió hasta conseguir que revisaran el surtidor de la calle Broad y, en efecto, al excavar descubrieron que unos ladrillos desmigajados habían permitido que el agua envenenada se filtrase de la alcantarilla al pozo potable.

El abnegado doctor se gastó dineral en publicar sus hallazgos en un libro, pero no le hicieron ni caso. Por entonces prevalecía la teoría del origen miasmático de las enfermedades, a través del aire y la materia orgánica en descomposición, según el prudente principio de que todo lo que hiede puede matar. En un giro irónico del destino, John Snow falleció poco después, a los 45 años, víctima de una apoplejía, el 16 de junio de 1858, durante lo que se conoce como el ‘gran hedor’, cuando la escasez de lluvias y una ola de calor inusitada dejaron al aire el cauce marrano del Támesis. Tanto apestaba la capital que en el Parlamento de Westminster tuvieron que empapar las cortinas con lejía para aliviar las pituitarias de sus señorías.              

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