Historias
Escorbuto, azote de los mares
La enfermedad, por la falta de vitamina C, causaba alucinaciones a los marinos. El aroma de una flor podía casi matarlos
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Estos días de confinamiento en un espacio reducido (la casa de cada uno) y con un virus al acecho me han llevado a pensar en el escorbuto, el gran azote durante la época de los grandes viajes transoceánicos, más letal entre los marinos que cualquier otra dolencia, pues brotaba con tal saña en los barcos que los armadores ya daban por sentado que perderían a la mitad de la tripulación en el periplo. Se calcula que dos millones de hombres de mar fallecieron entre 1400 y 1800 a consecuencia del mal, ocasionado por la carencia de fruta y vegetales frescos. En aquel tiempo se creía que el escorbuto era contagioso; lo llamaban “la enfermedad de la nostalgia”.
Solía irrumpir en los navíos a los tres meses de travesía, cuando la marinería, sin atracar en puerto alguno, debía subsistir a base de alimentos en conserva -ahumados, salazones, curados-, carentes de vitaminas. Diezmó la dotación de Cristóbal Colón en su segundo viaje. Vasco de Gama perdió a su hermano por ella. Y la expedición Magallanes-Elcano, la primera en circunnavegar el globo (1522), sufrió gran menoscabo por la falta de ácido ascórbico. No fue hasta 1753 cuando el médico escocés James Lind observó que el consumo de naranjas y limones tenía una “ventaja peculiar” como remedio contra la enfermedad. Nadie tenía entonces la más remota idea de lo que era la vitamina C.
El síntoma más temprano era la letargia, un dejarse arrastrar por la blandura. Sobrevenían después la palidez, los ojos hundidos, la putrefacción de las encías y un progresivo deterioro físico que nos ahorraremos de precisar, aunque llama poderosamente la atención que viejas heridas de guerra se reabrieran y que los huesos rotos volvieran a troncharse en el mismo punto de soldadura. Los hombres, además, comenzaban a desarrollar comportamientos extraños. Cuentan las crónicas que, en su segundo viaje, barriendo el círculo polar antártico, el navegante James Cook se quedó en éxtasis al observar el brillo de la luna sobre el hielo que había cristalizado en las jarcias, hasta que, en un golpe de lucidez, reparó en que aquella belleza que lo había mantenido hipnotizado podía en verdad desequilibrar el barco por el peso añadido en el caso de un embate repentino de las olas.
Desde la placidez de la distancia en el tiempo, los efectos psíquicos del escorbuto sobre el cerebro estremecen por su carga poética. Los sentidos se exacerbaban. La arpillera se transmutaba en terciopelo al tacto. Los sueños, centrados sobre todo en la comida, resultaban tan vívidos que aquellos aguerridos lobos de mar se deshacían en llanto al despertar ante sus escudillas vacías. Por eso, por las lágrimas y la volubilidad, se creía en la nostalgia del hogar como causa. El marino, llamárase Rodrigo de Yñiguez, en un galeón español, o John Huggit, en un bergantín pirata, sufría alucinaciones, y podía muy bien suceder que, acodado en las amuras, distinguiese entre la espuma del oleaje la amenaza de un monstruo marino o bien los senos incitantes de una sirena. Jonathan Lamb asegura en ‘Scurvy: The Disease of Discovery’ que les resultaba imposible compartir la experiencia, que el escorbuto cercenaba el sentido de comunidad. Cada uno de ellos creía estar solo en su angustia.
Los Johns y los Rodrigos ignoraban, además, que eran ya inmunes a otras enfermedades, como el sarampión y la viruelas, que causaron estragos entre las poblaciones indígenas. Pobres hombretones; el escorbuto hacía que, en el desembarco, el aroma de una flor les resultase insoportable, casi letal, por su voluptuosidad.
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