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'Eat me: Ana' denuncia la dictadura de los cánones de belleza femeninos

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Eduardo de Vicente

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El culto al cuerpo se ha convertido en una de las tendencias más peligrosas de los últimos tiempos. Tener una figura esbelta, responder a los cánones de belleza establecidos parece indispensable para poder moverse en el mundo actual. Y la situación de las mujeres es aún más preocupante teniendo que ser la madre perfecta, la amante perfecta y la trabajadora perfecta todo ello acompañado, por supuesto, de un físico que se ajuste a lo que la sociedad demanda. Alguien tenía que decir basta y esta es la principal función de Eat me: Ana, una arriesgada y valiente Eat me: Ana,performance  creada por la actriz valenciana Mireia Izquierdo y Andrés Liévano que puede verse, solo hasta este domingo, en la Sala Atrium.

Cuando llegamos nos advierten que no podemos ocupar la primera fila ya que parte de la acción transcurre a pie de escenario. Nos encontramos con el suelo cubierto por un plástico transparente bajo el que parece esconderse algo o alguien, un inodoro y una tela blanca sobre la que se proyectan imágenes indefinidas mientras escuchamos extraños sonidos. La luz cambia y vemos como la protagonista era la que estaba en tierra y se revuelca hasta emerger entre el plástico como si fuera una mariposa saliendo del capullo de seda.

Sola frente al espejo

Está desnuda y mientras se viste aparecen unas frases proyectadas que pronuncia una voz en off. Hacen referencia al dolor que acepta por su imperfección, el rechazo y la repugnancia. Un rectángulo vertical blanco proyectado hace las veces del espejo ante el que se mira y se confiesa. Una vez ha completado el vestuario limpia el suelo y ejecuta unos angustiosos movimientos espasmódicos que nos inquietan para acabar con el hashtag #gorda y las luces se apagan. La situación nos hace permanecer incómodos y expectantes.

A continuación se pone una mascarilla y se perfuma, saca del retrete unos zapatos y un bolso y transmite su sufrimiento (“el dolor huele a vómito”). Se pinta los labios y baila con desesperación mientras las luces parpadean como si estuviéramos en una discoteca. No es una danza festiva, no está disfrutando, es de desesperación, está intentando sacar de ella los demonios que la atormentan mientras en la pantalla aparecen nuevos lemas: frágil, reprimida, fea…

El patetismo y la muñeca

Balbucea sílabas en busca de la palabra con la que intenta definirse, que acaba siendo “patética”. Así es como se siente, así es como cree que la ven los demás mientras se proyectan unos gusanos en movimiento. Es como un grito de auxilio, ella sola no puede con todo. Poco después llega la calma y suena música clásica, tiene un mantel sobre el escenario, un jarrón con flores y pone la mesa con los cubiertos y un pastel mientras enfoca con el móvil, que hace de cámara en directo.

La aparición de una muñeca le sirve para establecer una conversación entre mujeres aunque, en el fondo, es como si estuviera dialogando consigo misma. La cirugía, el peso correcto son algunos de los temas para acabar concluyendo que solo somos “pedazos de carne”. La obsesión por la perfección mientras suena el Mira que eres linda de Antonio Machín. Una ironía más.

Una reflexión desgarradora

El montaje es como un resumen de experiencias, retazos de realidad compuesto a manera, casi, de poemas visuales que, en menos de una hora, nos atrapan y nos atenazan. La actriz se deja la piel y el alma, consigue traspasar la pared y que nos sintamos ella por unos momentos y suframos con su dolor, con su obsesión, con su imperfección (como la nuestra). Es una reflexión dura y desgarradora sobre los trastornos (alimenticios o psíquicos) provocados por el miedo al rechazo social. Una mirada indignada y asfixiada que pide una respuesta que le dé algo de esperanza. Es como si te propinaran un golpe en el estómago del que cuesta reponerse y un grito al que hay que prestar atención.