EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica de 'Los testamentos': el ansiado regreso a Gilead
Atwood resuelve con soltura el reto de responder a la aureola de 'El cuento de la criada'
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Las expectativas estaban altísimas, y el apremio nunca es buen ingrediente en el caldero de la escritura. Aun así, la maestría en el oficio ha permitido a Margaret Atwood (Ottawa, 1939) no solo sortear la tremenda presión tras el éxito de 'El cuento de la criada' -hablamos de la serie de televisión, estrenada por HBO en el 2017-, sino también construir un buen artefacto narrativo para el disfrute lector, con el que la veterana escritora -el 18 de noviembre se co nvierte en octogenaria- parece decir a productores y guionistas: señores, esta historia es mía.
La autora canadiense, eterna equis en las quinielas del Nobel, empezó a escribir 'El cuento de la criada' en el muy distópico año de 1984 y precisamente en Berlín Occidental, cuando aún no se habían venido abajo ni el muro ni las contradicciones del comunismo (tampoco sobrevenido la revolución conservadora de Trump). En cierto sentido profética, la fábula convierte Estados Unidos en una dictadura teocrática, la República de Gilead, donde los úteros son propiedad estatal por el descenso de los nacimientos a consecuencia de la contaminación. Convertidas las hembras fértiles en criadas sexuales, el lector se adentra en la pesadilla de la mano de una de ellas: Defred (el prefijo "de" denota posesión; propiedad de Fred).
'Los testamentos', recién publicada por Salamandra -la edición en catalán, a cargo de Quaderns Crema, tendrá que esperar hasta el primer trimestre del 2020-, regresa a Gilead 15 años después de los hechos narrados, que desembocan en un final abierto cuando la protagonista sube a una furgoneta negra con rumbo desconocido y la sospecha de estar embarazada. ¿Cierra la secuela los interrogantes abiertos en 'El cuento de la criada'? Sí, en efecto, amigos 'seriófilos', pero aquí Defred/June realiza un cameo muy discreto y apenas pronuncia tres palabras. Atwood ha escogido un mecanismo técnicamente más complejo para acometer el reto.
Si en la precuela la narradora era Defred, en esta segunda parte son tres voces en primera persona las que se solapan: Agnes, una niña nacida en Gilead; Daisy, una jovencita que vive en Canadá, desde donde protesta contra la dictadura del país vecino; y la anciana Tía Lydia, ideóloga del sistema reproductivo de la teocracia e instructora de un ejército de tías, mujeres sin descendencia, a medio camino entre terroríficas monjas católicas y agentes del KGB, que velan por la estabilidad del régimen. Hay aquí menos descripciones, menos 'flashbacks' y mucha más trama para que encajen todas las piezas, giros dramáticos que arrastran al lector con un vértigo de 'thriller', en ocasiones en detrimento de la hondura. Precisemos: un solo personaje, el de Daisy, la adolescente canadiense, plantearía alguna objeción. En cambio, el de Tía Lydia sobresale como un prodigio de construcción en sus claroscuros, en sus reflexiones sobre el mal y la tiranía, en sus frases memorables ("los molinos de los dioses muelen lentamente, pero muelen fino"). Con ella Atwood brilla en todo su esplendor.
Si la magia de penetrar en el universo claustrofóbico e intacto de Gilead resultaba más deslumbrante en 'El cuento de la criada', el mensaje de 'Los testamentos' sigue siendo el mismo: cuidado con bajar la guardia. La libertad es lucha.
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