CRÓNICA

Dead Can Dance, al otro lado del espejo en Barts

El grupo británico-australiano cautivó con el repertorio de amplios contornos, místico y fantástico, de su gira de 40º aniversario

Lisa Gerrard y Brendan Perry, en el concierto de Dead Can Dance en la sala Barts

Lisa Gerrard y Brendan Perry, en el concierto de Dead Can Dance en la sala Barts / periodico

Jordi Bianciotto

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Si cada reunión de Dead Can Dance es un acontecimiento, más lo es si cabe la gira que ha traído al dúo esta semana a Barcelona, en la que excepcionalmente no se dedica a presentar una novedad discográfica sino a recorrer el conjunto de su carrera. Viaje a través del tiempo, del espacio y de los territorios mentales de fantasía dibujados por Lisa Gerrard y Brendan Perry a lo largo de las cuatro décadas abrazadas en esta gira, titulada ‘A celebration - Life and works 1980-2019’.

Una ocasión para que los fans disfruten de composiciones históricas, que en su día imprimieron una enigmática impronta art-pop en el imaginario alternativo de la mano del sello 4AD, y que resultaron inspiradoras en diversas corrientes, como el pos-punk, el pop gótico y la fusión de la electrónica con las músicas del mundo. Canciones, muchas de ellas, que Dead Can Dance había ido retirando de sus repertorios y que este lunes volvieron a alzarse, misteriosas y arrolladoras con guante de seda, en el primero de sus dos conciertos en Barts.

Desde un reino lejano

En el centro del escenario, rodeada de una banda ampliada hasta el octeto, la suma sacerdotisa Gerrard, venida de su reino ultramontano y envuelta en una exótica túnica blanca, haciendo trepar su voz de contralto hacia los más dorados confines y manejando graciosamente el salterio chino, el yangqin. Material de los 80 para entrar en acción: de ‘Anywhere out of the world’ a ‘Labour of love’, esta como vestigio de su fondo pop más dark wave, cantada con sobriedad por un Perry que cambió el bouzouki por la guitarra eléctrica.

Cuando la sultana Gerrard se apropiaba del micro, Dead Can Dance se salía de los mapas, utilizando su lengua imaginada con resonancias arcanas, como en ‘Bylar’, y combinando vagos influjos célticos (‘The wind that shakes the barley’) con el senderismo ancestral: ‘Yulunga (Spirit dance)’, a la vez tribal y delicada, en honor a los nativos australianos. Aunque su hieratismo natural pueda llegar a desconcertar (incluso agradeciendo los aplausos no resultó mucho más cercana que la reina de Inglaterra), rompió todas las barreras de la emoción en ‘The host of Seraphim’, cima de un tramo final que mantuvo la tensión con ‘Amnesia’, ‘Autumn sun’ (del grupo de origen greco-armenio Deleyaman) y esa ‘Dance of the bacchantes’ con vistas a la Europa pagana, original de su último disco, ‘Dionysus’ (2018).

Dead Can Dance satisfizo largos apetitos en Barts y cuidó el detalle, recreando atmósferas y abriendo puertas sensoriales con extrema delicadeza. Con suculentos guiños a los conocedores de su historia y trazos selectos: ese ‘Song to the siren’, de Tim Buckley (que grabó This Mortal Coil, otro fetiche de 4AD), abriendo el bis en la voz de Perry, camino de ‘Cantara’, ‘The promised womb’ y el broche de ‘Severance’, señales de despedida de un grupo que siempre fue distinto, creador, hace 40 años, de un mundo al otro lado del espejo.

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