EL LIBRO DE LA SEMANA

'La canción de los vivos y los muertos' : lamento por los que no pueden llorar

La novela de la afroamericana Yesmyn Ward ganadora del National Book Award 2017 es espeluznante y a la vez bellísima

La escritora norteamericana Jesmyn Ward.

La escritora norteamericana Jesmyn Ward. / periodico

Sergi Sánchez

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Más que una canción, un lamento. ¿Por quién? Por los que no tienen lágrimas. Nadie llora en esta espeluznante, bellísima novela. Los que están vivos parecen navegar sobre las ruinas de una tierra inundada, aún retumban los rayos del huracán Katrina. Los que están muertos son fantasmas que nos recuerdan que la esclavitud sureña sigue haciendo sonar sus grilletes a través del tiempo, que la violencia es la legítima que la Historia ha legado a sus víctimas. La novela de Jesmyn Ward, National Book Award del 2017, existe para dar voz a unos y a otros, aunque sería injusto reducirla a un megáfono para todos aquellos que no votan porque están demasiado ocupados en esquivar los disparos en mitad de la noche o se han metido demasiado cristal en el cuerpo para saber que, en cualquier caso, la vida es triste. Es obvio que es una novela política, porque después de todo hace lo mismo por el ‘black trash’ que el “Knockemstiff” de Donald Ray Pollock hacía por el ‘white trash’: demostrar que, sea con Bush, Obama o Trump, el racismo, la pobreza y la falta de esperanza son los auténticos raseros con que se mide esa América que no puede permitirse el lujo de conocer lo que significa ‘Estado de Derecho’.

Sin embargo, decíamos, caer en la tentación de abordar 'La canción de los vivos y los muertos' desde lo coyuntural sería un grave error. En ella resuenan los ecos del William Faulkner de 'Mientras agonizo', otra novela de carretera donde las voces capitulan una misión imposible para gente tan machacada por el hambre, o la belleza convulsa de la Toni Morrison de 'Beloved'. Leonie, de raza negra, está dispuesta a cualquier cosa por recoger a Michael, su novio, de raza blanca, a la salida de la cárcel, aunque esto suponga cruzar el país con sus dos hijos -uno de ellos, Jojo, el otro narrador vivo, es acaso el personaje más emotivo-, una amiga del trabajo que no hace más que quejarse del olor a vómito del coche y un alijo de drogas oculto en una trampilla secreta.

Si Jesmyn Ward evita las trampas del miserabilismo no es porque no describa sus lugares, sus puntos de encuentro, sino porque les otorga un cuerpo poético que nos hace comprender sus decisiones más reprobables. Así las cosas, el egoísmo de Leonie, su maternidad hostil, se explica a través de su amor sordo y ciego por Michael, lo que no le impide, por ejemplo, ser testigo conmovido de cómo sus hijos se consuelan en el asiento trasero de un coche, como si solo importase el presente y fueran los únicos seres capaces de esa protección mutua en el universo mundo. Del mismo modo que de la poesía surge la ternura, nunca exenta de una crueldad acentuada por lo hermoso de los hallazgos del lenguaje, de los espectros nace la condición alegórica de un relato que dignifica las voces de los desdentados que, dice la realidad, deberían hablar con faltas de ortografía. No es falta de coherencia con lo real, es una feliz decisión literaria: como si los fantasmas, desde el otro lado del cosmos, iluminaran con su sabiduría callada el lirismo de las miradas de esos personajes que o han tirado la toalla por una causa perdida (el hombre equivocado) o aún pueden salvarse a pesar del olor a vísceras de cabra, del fango y del cáncer que les espera en una casa que es su único refugio.