MEMORIAS GRÁFICAS

La posguerra de la madre de 'Les tres bessones'

Roser Capdevila, popular referente de la ilustración infantil, rescata su infancia y juventud en un iluminador libro de memorias dibujadas

Escena de 'La nena que volia dibuixar'.

Escena de 'La nena que volia dibuixar'. / periodico

Anna Abella

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

“Nos educaron para obedecer pero no nos enseñaron a pensar”. Con esta demoledora frase, referida a su generación, la de los niños de “una posguerra muy larga”, concluye ‘La nena que volia dibuixar’ (Angle). Esa niña es hoy Roser Capdevila, nacida un 23 de enero de 1939 en una Barcelona que tres días después vería cómo entraban las tropas de Franco. La ilustradora catalana recurre varias veces a las páginas de este iluminador volumen, cuyos dibujos y notas manuscritas cuentan sus recuerdos de infancia y adolescencia, mientras rememora anécdotas irradiando una envidiable y entusiasta vitalidad. La pérdida de vista que le dificulta leer y dibujar -“este es mi último libro”, ratifica- no impide que aflore presta la sonrisa de la madre de ‘Les tres bessones', la popular serie infantil de cuentos y dibujos animados que ha cruzado las fronteras de más de 150 países.   

Retrata Capdevila aquella época de retratos de Franco y crucifijos en la escuela, de frío y sabañones, de Historia Sagrada, Catecismo y Formación del Espíritu Nacional, de tardes de costura y vidas de santos de las que se evadía dibujando “hasta en los márgenes blancos de los periódicos porque no había papel”. Hubo quien, cuenta pícara, los usaba como papel de WC recortando previamente las cruces de las esquelas para no profanarlas. 

Pan negro y azúcar moreno

“En la posguerra teníamos un estado de excepción permanente. Pero ni lo notábamos porque era siempre así. Pero fui una niña feliz –asegura-. Porque no conocía otra forma de vivir. Comíamos arroz con piedrecitas y azúcar moreno y pan negro... Mi madre a veces buscaba el pan blanco de estraperlo que vendían unas gitanas que venían andando desde Cerdanyola y lo traían bajo las faldas para que la Guardia Civil no se lo viera”.  

“A mi generación nos bombardearon desde los colegios. Mi padre era liturgista, bibliófilo y estaba mucho con los monjes de Montserrat. Teníamos mucha presión escolar, familiar y de la iglesia. En Horta se me hizo todo muy gris. Vivíamos al lado de la rectoría, de la casa de mis abuelos y de la de mi maestra, la Bruixa Avorrida (de ‘Les tres bessones’). Todos nos decían siempre lo que teníamos que hacer: ‘nena, no hagas eso’, ‘nena, no puedes ir así’, ‘nena...’. Sentía mil ojos que me vigilaban”, confiesa. 

Pesadillas con el demonio

Hizo la primera comunión a los seis años. “Lo peor era que nos obligaban a confesarnos cada semana –rememora- y las pesadillas y el insomnio después de escuchar a un cura que nos machacaba con la llegada del ¡juicio final!, con pasar ¡toda la eternidad en el Infierno!, con los demonios que vendrían a buscarnos si éramos malos”. 

“Harta de tanta represión”, con ocho años, explica señalando un dibujo, fingió un ataque de histeria en el colegio, gritando sin parar, porque “no aguantaba más a aquella bruja de profesora”. Y le salió bien: el médico le recetó un par de meses sin ir al colegio.  

"En Suiza, con 17 años, aprendí a pensar y decidir por mí misma"

Roser Capdevila

— Dibujante 

Todo lo que aparece en ‘La nena que volia dibuixar’ Capdevila lo dibujó, en una libreta que le regaló su amigo el poeta Jordi Llavina, entre el 2002 y el 2007. Fue su forma de pasar el tiempo, cuando, tras morir una hermana y tras superar ella misma un cáncer y un accidente de tráfico, cuidaba a su madre enferma. “Me venían los recuerdos de la casa de Horta y los hacía directamente a tinta, pensando que eran para mí y para mis hijas”, pero ellas (Helena, Anna y Teresa, las famosas inspiradoras de ‘Les tres bessones’) le dieron forma de libro. 

La carta a Eisenhower

La niña Capdevila se convirtió en una jovencita que necesitaba libertad y tenía “una válvula de escape” con sus aún hoy amigas en el Club de Tenis de Horta. 13 años tenía cuando, ni corta ni perezosa, envió una carta al entonces presidente de Estados Unidos Dwight Eisenhower pidiéndole que le pagara el viaje porque “quería huir”. Y obtuvo respuesta de la Casa Blanca: negativa. “No fui la única –desvela-. Hace poco una señora de Manresa me contó que ella le escribió con 16 años y le dieron una beca en un ‘college’. Allí les visitó Eisenhower y se interesó por ella, que le dijo que pronto tendría que volver a España porque no tenía más dinero. A los pocos días el presidente la llamó en persona y le ofreció dar clases de español a sus nietos. ¡Vivió un año con la familia en la Casa Blanca!”.   

Delgados seminaristas muertos de hambre, gigantes y cabezudos, monaguillos, beatas, la orquesta... desfilan en una procesión de Corpus en su calle de Horta en los años 50 a lo largo de un desplegable de más de metro y medio. Es un ‘bonus track’ del libro y se debe a su afición a hacer acordeones de papel, que también abundan entre las páginas de los 50 cuadernos que, asegura, guardan sus diarios dibujados (“Estos tampoco son para publicar”, añade).  

El Servicio Social de Falange

Frustrado su “sueño americano”, con 17 años hizo el Servicio Social de Falange para poder tener pasaporte -“Si estabas casada no hacía falta”- e irse a la Suiza que había idealizado tras leer ‘Heidi’. “Pero no había nada de eso. Pasé un año allí de chacha, cuidando a una niña prematura y trabajando mucho. Conocía a mucha gente y tuve un noviete. Pero si algo aprendí fue a pensar y decidir por mí misma”. El corsé del franquismo había fracasado.