CRÓNICA
Benjamin Clementine, desde otro planeta
El cantante y pianista británico desplegó su genio y sus excesos en la presentación de 'I tell a fly' en Razzmatazz
Jordi Bianciotto
Periodista
Jordi Bianciotto
La sensación de que Benjamin Clementine es una criatura de otro mundo que ha venido a la Tierra para ponernos delante del espejo se refuerza en ese segundo disco, ‘I tell a fly’, donde expresa su visión del dolor del mundo con una banda sonora alejada de las convenciones del pop. Canciones hermosas y un poco intrincadas que el británico mostró a su manera, sometiéndolas a su voz, su personalidad y sus golpes de genio excéntrico, este miércoles en Razzmatazz (festival Guitar BCN).
En la base del edificio, su voz con sonda de profundidad y sus arpegios de piano clasicistas, que se abrieron paso en ‘God save the jungle’, una canción que combina vistas abismales con un tacto de opereta glam-rock. Clementine, sentado ante el teclado en un taburete alto, arropado esta vez por tres músicos (guitarra, bajo y batería) y por una tropa de blancos maniquíes, con forma de niño o de mujer embarazada, que convirtieron el escenario en un surrealista jardín de estatuas.
No recorrió ‘I tell a fly’ en su integridad, aunque poco le faltó: ocho de sus 11 canciones. Los melodiosos giros rococó de ‘Phantom of Aleppoville’ y el drum’n’bass orgánico de ‘One awkward fish’, en los que alternó su voz más honda, a lo Scott Walker, con un trino de tonos agudos. Acudiendo a su disco anterior, una ‘Condolence’ en la que dio el pésame “al miedo y la inseguridad” y que, buscando la reafirmación de ese mensaje, quiso compartir con el canto del público. Y uno de sus jóvenes clásicos, ‘London’, con su punto de vibrante urgencia.
El ego y el público
Clementine ha creado un mundo propio con sus canciones sofisticadas y un canto sentido, y se advierte en su arte una intención de trascender, una mirada larga propia de los creadores literalmente extraordinarios. En uno de sus parlamentos nos explicó que no es el tipo de persona, de artista, que con sus actos busque el confort sino que sueña con sacudir sensibilidades y conciencias aunque el modo de hacerlo pueda no ser del todo comprendido por sus contemporáneos. A la vez, el diálogo entre su ego y la humanidad se pierde en ocasiones en gestos excesivos: esa creciente obsesión, en el segundo tramo del concierto, en invitar, por no decir obligar, al público a cantar de determinado modo, una y otra vez, palabras como ‘Portobello’, en ‘By the ports of Europe’.
Ahí fue saliendo un Clementine un poco autocomplaciente, si bien la laxitud con que dilató algunas secuencias (solo llegó a interpretar 12 canciones en hora y media), quedó compensada con la solidez de partituras como ‘Quintaessence’, ‘Jupiter’ y ‘Ave dreamer’. Tirados por el suelo todos los maniquíes, tras amputarles manos y brazos, ofreció en la recta final una versión más desgarrada de sí mismo que culminó con un ‘Adiós’ a voz y piano, repitiendo que “la decisión” y “la visión” son suyas y solo suyas. Indiscutiblemente.
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