SABORES ERRANTES (2)

Aquí me han nacido hijos

Sabores errantes (2)

Sabores errantes (2) / periodico

NAJAT EL HACHMI

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-¿Y por qué no te vuelves a tu país?

La frase le cayó, helada, en el estómago. La humillación era aquello, un frío de muerte en el vientre que se te derrama por todas partes. Por eso se encogió de hombros y le dijo, ¿‘tú no tienes madre’? Ahora caminaba hacia casa y pensaba que le hubiera tenido que contestar con más dignidad, que le debería haber dicho que aquí le han nacido hijos, o sea, que este es su país. Pero había callado porque de aquella mujer sentada detrás de la mesa dependían los 588 euros con 12 céntimos que cobraban cada mes y que ella gestionaba con precisión de orfebre.

Se había mordido la lengua pero ahora que abría la puerta de casa le venía una irritación repentina. Resonaban las palabras. Miraba el carro cargado con lo que le habían dado en el banco de alimentos. Ya estaba harta de los macarrones y los espaguetis, de las galletas maría y los quesitos. Aquellos productos no la habían entusiasmado nunca pero ahora le parecían secos, sin alma. Y aún gracias, se decía, aún gracias a que con aquello podía solucionar algunas comidas para los niños. Unos niños que siempre se quejan, sea porque solo comen yogur una vez por semana, sea porque no hacía carne o pollo más que cada cinco o seis días, si no había imprevistos. Son así, los niños, no piensan en las facturas ni tienen ninguna conciencia de que su madre tiene que ir a mendigar.

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Sentada frente a los paquetes de pasta le vinieron ganas de estofado de patatas, aquel plato tan sencillo que su familia comía casi todos los días en casa. También se habían quejado, ella y sus hermanos, de las patatas de cada día, pero ahora de repente le parecía el plato más exquisito del mundo. Peló la cebolla y la troceó con las manos dejándola caer directamente en el aceite caliente.

Tantos años de estar aquí y aún tenía que escuchar esas frases crueles. Ya me gustaría, ya, poder volver a mi país, o no haberme ido nunca. Removiendo el sofrito se decía, bueno, no es verdad esto, que aquí me han nacido hijos. Pero una tregua, volver a casa para descansar, para ver los tuyos, para ver a tu madre... ¿Cuántos veranos llevaban ya sin viajar? No hacen vacaciones los pobres, le había dicho la señora, si no tenéis dinero para vivir no tenéis para iros. Pero volver a casa no eran vacaciones, no era una frivolidad, no era un lujo, era ver a tus padres, a tus hermanos, a tus sobrinos y primos, era respirar el aire puro de la niñez, era coger la menta del huerto y saber que el verano se acaba porque empieza a florecer. Era alargar la mano para recoger los higos de los que chorreaba aquella leche amargante, abrir granadas aún tibias junto al árbol, levantarse temprano para ir a buscar los higos chumbos y lavarlos en el pozo mismo para abrirlos bien fríos, crujientes y dulces.

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Tiró a la cazuela las patatas cortadas en trozos grandes y le gustó hacerlo así y no a cubitos pequeños como le habían enseñado en el taller ocupacional de cocina. Sacudió la cazuela para mezclarlo todo bien, también las especies y el cilantro. Hoy pondría un guindilla que el verdulero le había asegurado que era picante. Puesto así entero, a media cocción, dejaba un ligero ardor en la lengua, y si realmente querías notar que picaba no tenías más que aplastarlo con un trozo de pan.

Volver a casa para dejar que los niños pudieran correr por el campo y no tenerlos encerrados en el piso destartalado donde vivían, con paredes y techo que caían. No oír sus gritos a todas horas y no tener que regañarlos siempre ella, ni estar pendiente siempre de todo. En casa, con harina y agua hacían mil comidas diferentes, y de la cebada salían cosas muy variadas: cuando era tierna para las papillas, al vapor con leche fermentada, tostada y molida para añadir al aceite de oliva, con sal y agua para hacer pastitas, tostada, ya madura, como pipas. Suerte que de vez en cuando su madre le enviaba un paquete con aquellos manjares tan rurales que acababa degustando sola porque los niños preferían las madalenas industriales o el pan de molde con Nocilla. Y su marido aún demostraba algún de entusiasmo, pero chafado como estaba se lo tragaba todo maquinalmente.

A él también le vendría bien volver a casa, aunque fuera con las manos vacías, sin poder hacer como antes y llenar los familiares de regalos. Allá abajo también lo sabían, que hay crisis, y tenían suficiente con volverlos a ver. Pero los pobres no hacen vacaciones, había dicho la señora cuando le había preguntado si podían irse. Te pediré el pasaporte, la había amenazado, y si tienes sellos te quitaré la ‘pirmi’. Y ella se había empeñado en darle explicaciones, hablándole de la nostalgia y de su madre, del descanso, los niños y el aire puro, y los baños en la alberca, pero la señora, por toda respuesta, había dicho aquello, ‘si te gusta tanto, ¿por qué no te vuelves a tu país?’ Ahora se servía las patatas estofadas y con el pan probaba a ver si al chafarlas se deshacían, pero no, otra vez el verdulero la había engañado y eran de aquellas que quedan siempre duras, imposibles de comer. Volver a casa es regar las raíces para no secarse por completo.

Y mañana: Familia de verano