SABORES ERRANTES (1)

Nostalgia de madre

La protagonista recuerda los sabores de la cocina de su madre, desde la cama del piso donde vive después de haber sido expulsada de casa por su relación con el vecino de abajo, que resulta ser guardia civil.

Sabores errantes (1): nostalgia de madre.

Sabores errantes (1): nostalgia de madre. / periodico

NAJAT EL HACHMI

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La nostalgia me empezó una mañana cualquiera en la lengua, cuando aún no había abierto los ojos y la boca se me inundó de alucinaciones. Al repasar los dientes y el descubrí que allí había memoria, cosa que hasta entonces no había notado. Los recuerdos del gusto y el olfato me inundaban y se convertían sí, en eso, en auténticas alucinaciones. Entonces era cuando pensaba en mi madre. Ella me había dicho, Fatiha mía, no sufras, una madre no pasa nunca por encima de sus hijos y el hígado es el hígado. Y yo recordaba que en su forma de hablar es en el hígado donde está el amor a los hijos, mientras que el de la pareja está en el corazón, igual que aquí.

A mí, en esas mañanas de alucinaciones, me parecía que el amor estaba todo en la boca, por eso me llegaba la nostalgia tan grande de mi madre al notar de nuevo los sabores de los platos que cocinaba. No era necesario ni que fuesen platos. El primero que me llegó fue el del té humeante, dulce y perfumado con yerbas que ella tomaba a todas horas, que desde primera hora ya inundaba todo el piso del bloque de la periferia donde vivíamos. Después me venía una cosa tan simple como el pan tierno acabado de salir de su horno eléctrico, un pan blando, tan esponjoso que cuando tirabas el aceite de oliva encima se escurría por los agujeritos. El aceite tampoco era uno cualquiera, era el que nos traían de allí abajo hecho por unos parientes, denso, de un verde intenso y que dejaba un regusto amargo en la garganta. A ella aquel aceite le servía para todo, para comer pero también para untarse el cabello, la piel, e incluso se tomaba una cucharada en ayunas si no se encontraba bien.

Yo estaba aún en la cama cuando me venían a la boca y la nariz aquellos gustos, tan presentes que si aún estaba medio dormida creía que volvía a estar en casa. Pero yo a casa no regresaría nunca más, me habían expulsado por no obedecer las leyes del padre.

Mi madre a veces también untaba el pan, cuando aún estaba caliente, con mantequilla, y se fundía primero por los bordes. Son cosas en las que no había pensado nunca pero de golpe, en mi cama, esas mañanas pasaron a ser muy importantes. La mantequilla rancia que a ella le gustaba tanto también me llegó aunque cuando vivía con ella no me gustaba. Después estaba aquello del plato de miel con la mantequilla en medio, un plato para los invitados, para empezar a comer. Untábamos el pan intentando impregnarlo de las dos cosas y esa mezcla me volvía loca, la mantequilla cremosa que se deshacía, fría, la miel pringosa que resbalaba en contacto con la mantequilla, no caliente pero tibia. Aquel gusto no me venía al paladar sino a la punta de la nariz.

 Y al pensar en manjares para días de fiesta, de golpe me di cuenta: yo ya no iría a fiestas como esas, ya no me invitarían porque había marchado de la periferia para siempre y porque las invitaciones siempre eran para las familias, no para las hijas que se habían salido del camino. Aunque mi madre había dicho, Fatiha mía, el hígado es el hígado, lo cierto es que hacia atrás yo ya no volvería. Que es lo que había querido, pero ahora constatarlo todas esas mañanas de nostalgia no era exactamente lo mismo. No había imaginado esa parte. Solo quería irme, vivir a mi aire, y que me dejasen decidir sobre mi cuerpo, mi sexo y mi vida.

Mi hermana mayor, cuando llegó el momento de la expulsión del paraíso que era aquel bloque de pisos, me dijo que debería haber sido prudente, esconder mis aventuras, por lo menos. Que de hecho nosotras, comparadas con otras, teníamos un padre bueno y permisivo. Has exagerado, añadió la segunda, no hace falta que vayas por la vida haciendo de puta, me dijo, y los líos te los podrías buscar más lejos.

Ellas eran dos hijas como debe ser, la mayor estudiaba y trabajaba sin renunciar a llevar pañuelo. La segunda daba charlas sobre multiculturalidad y decía que podíamos tener tantas culturas como queramos, que de hecho un día se puede hacer cus-cus y otro, paella. La convivencia es posible, explicaba en sus charlas, pero a mí después me llamaba puta por follar con quien quería, que era exactamente lo que había tenido la intención de hacer desde que era pequeña. ¿Y tenía que ser con el vecino?, me escupió la segunda como si eso diese mucho asco, y encima guardia civil. Yo no entendía por qué era más grave que fuese guardia civil, solo sabía que nos habíamos encontrado a menudo en el ascensor y que era muy práctico tenerlo viviendo en el piso de debajo, que solo tenía que esperar a que mi padre tuviese turno de mañana o de tarde para llamar a su puerta.

Aún hoy, de hecho, no sé cómo se enteró. No me lo dijo mientras me pegaba y me decía que me mataría. Mi madre se interpuso y recibió, pero mis hermanas mayores se quedaron mirando mientras lloraban. Además, ellas habían aprendido a cocinar y el día que les llegase la nostalgia de madre seguro que se amasarían el pan y los platos que siempre comíamos en casa. A mí ni la cocina ni ninguna tarea doméstica me habían interesado nunca.  Pero ahora, de mañana, se me llenaba la boca de alucinaciones y solo quería llamar a mi madre para preguntarle, ¿cómo hacías aquel milhojas blando que se funde en la boca, o las pastas de Oujda perfumadas que ponías en la mesa cuando te visitaban las mujeres, cómo hacías el estofado de pollo con la salsa con el punto justo de espeso?

Pero no podía coger el teléfono desde mi exilio familiar, solo podía esperar que ella me llamase y que viniese a visitarme a escondidas. Mi madre y yo éramos como amantes. Suerte que cuando venía, iba cargada de comida.