CRÍTICA
Crónica de un hombre humillado
Julian Barnes hace una magnífica reflexión sobre la relación del artista con el poder a través de la figura de Shostakóvich
Habría que remontarse hasta 'El loro de Flaubert' para encontrar, en el riquísimo campo semántico barnesiano, un glorioso antecedente a la magnífica 'El ruido del tiempo'. En su debut novelesco, más lúdico y conscientemente posmoderno que el texto que nos ocupa, el escritor británico se divertía de lo lindo con la biografía del autor de 'Madame Bovary' para pergeñar, ‘sottovoce’, una inteligente reescritura de la literatura, realista y subjetiva, que siempre le ha interesado. 'El ruido del tiempo' vendría a ser una versión crepuscular de aquella, en la que el juego metaliterario ha sido substituido por una reflexión sobre la relación del Artista con el Poder a través de una ficción biográfica que, lejos de ser exhaustiva, pretende, en tres actos, sentar cátedra sobre quién es el previsible ganador en esta decisiva partida de ajedrez entre la libertad del individuo y la represión del Estado.
Así las cosas, Barnes se detiene en tres momentos congelados en el tiempo, y separados por elipsis como abismos, de
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la vida del músico Dmitri Shostakóvich. Al autor de 'La mesa limón' le interesa contar las estrategias de supervivencia del compositor ruso ante el aparato ideológico de Stalin, y desde esa prisión interpuesta por el control del Estado, testar hasta qué punto un artista que ha perdido todo respeto por sí mismo puede seguir creando obras maestras. Claro, un artista no tiene por qué ser un héroe, como Emma Bovary no tenía por qué ser una heroína. Barnes, que trabaja la prosa con precisa elegancia, escribe en tercera persona como si fuera en primera, con ese estilo indirecto libre tan flaubertiano, que le permite transformar un personaje real en un personaje de ficción, imaginar cómo fue su conversación telefónica con Stalin o reproducir, como si estuviera en su cabeza, su autodesprecio y su autocompasión, con una prosa desprovista de todo boato, y a la vez celebrar su auténtico compromiso con la música, a pesar de que el poder pervierta su sentido dentro del devenir de la Historia.
"El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del tiempo. El arte no existe por amor al arte: existe por el bien de la gente. Pero, ¿qué gente y quién la define?!" A alguien que se considera un "jorobado moral" le cuesta encontrar la respuesta, saber si es más peligroso que el Poder desprecie o admire su música. En manos de Barnes, Shostakóvich es un personaje trágico, casi shakesperiano, que sólo existe para ser humillado con la amenaza del exilio, humillado al pronunciar discursos para contentar al partido en una devastadora visita a Estados Unidos, humillado cuando el partido le seduce, que es lo mismo que le obliga, para que se afilie, para que comulgue con carné. Y, después, de todo, 'El ruido del tiempo' acaba, por supuesto, con una reflexión sobre la muerte ("era la última, irrefutable ironía de su vida: que al permitirle vivir lo habían matado"), que ya recorría su anterior y muy bella novela, 'El sentido de un final'. También muy breve, como esta: pero para qué extenderse cuando está todo dicho, cuando la música es solo música, cuando la literatura solo se pertenece a sí misma. Tal vez estábamos equivocados, y la partida de ajedrez no la ganó el Poder.
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