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'Cenicienta', Perrault encuentra a Shakespeare

QUIM CASAS

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El célebre cuento de Charles Perrault Cenicienta ha tenido variopintas adaptaciones al cine, desde la película de animación Disney de 1950 hasta la versión libre con inversión de rol sexual efectuada por Frank Tashlin y Jerry Lewis en El ceniciento. Kenneth Branagh se enfrenta al texto siguiendo al pie de la letra sus características básicas y logrando que sea por igual una película para plateas adultas y públicos infantiles, lo que tiene su mérito en la actualidad aunque, por ello mismo, resulte un producto algo anacrónico, algo naíf.

Visualmente esplendoroso, Cenicienta es también un filme muy propio de Branagh, no del Branagh de Thor o Jack Ryan: Operación Sombra, sino del Branagh distendidamente shakesperiano de Mucho ruido y pocas nueces y Como gustéis: un cineasta algo desenfadado, pero también formalista, lúdico y literario, que utiliza francamente bien los lujosos escenarios y se mueve sutilmente entre la fina línea que separa el esteticismo de la  recreación.

La manera de filmar la transformación de la calabaza en carruaje, los ratones en caballos blancos y las lagartijas en lacayos es excelente y apela, sin rubor alguno, a la fantasía de un tiempo pretérito que ya no se estila en el Hollywood actual. Branagh rehúye constantemente aquellos elementos que podrían convertir Cenicienta en un filme demodé. Es cierto que carga algo las tintas en la actitud histriónica de la madrastra y las dos hermanastras, pero sabe mostrar muy bien el romanticismo añejo del impulso amoroso.

Las secuencias del príncipe con su padre (excelente, aunque breve, Derek Jacobi, puro Shakespeare en los dominios de un cuento de hadas) son muy delicadas. Ese es un buen adjetivo para esta cinta a contracorriente: es una película esencialmente delicada que parece pertenecer a otro mundo cinematográfico.