análisis
Por encima de todo, el triunfo de la constancia
Álex de la Iglesia representa a la perfección el caso del cineasta que logra un considerable prestigio con un cortometraje original y rompedor, Mirindas asesinas (1991), para después paso a paso, siempre respetando unas ciertas nociones de cine de género, labrarse un nombre en la industria y acabar convirtiéndose en presidente de la academia española del cine. Y todo eso en apenas dos décadas trufadas de aciertos y fracasos pero, siempre, con coherencia en lo que pretende contarse y el estilo empleado para hacerlo.
De la Iglesia acaba de obtener dos galardones importantes en la última Mostra de Venecia, a la que llegó por los pelos, con la película recién salida del laboratorio. Los dos premios ganados convierten al cineasta bilbaíno en la estrella del certamen, ya que se trata del León de Plata al mejor director y el premio al mejor guión; en un símil futbolístico, la Liga y la Copa, mientras que la Champions deberá esperar otra ocasión.
Pero es mucho, muchísimo, para una cinematografía, la española, y para un director, De la Iglesia, que ha competido bastante sin alcanzar hasta la fecha logros semejantes. Lo ha hecho con Balada triste de trompeta, una tragicomedia negra y sangrienta, que es en el fondo la variante genérica en la que mejor se ha manejado desde que debutara en formato largo con Acción mutante (1993), una comedia irreverente de ciencia ficción producida por la compañía de los hermanos Almodóvar, y se consagrara poco después con El día de la bestia (1995), una comedia satánica bien refrendada con seis premios Goya.
Desde ese doblete más que prometedor, su carrera ha tenido altos y bajos, luces y sombras, como la de cualquier otro artista. Historietista en sus inicios, diseñador de decorados, novelista y director, en Perdita Durango (1997) se atrevió con la herencia del universo fílmico que David Lynch había dejado tras de sí con Corazón salvaje, primer acercamiento a los violentos relatos de Barry Gifford. Más cómodo se sintió con comedias negras como Muertos de risa (1999) y La comunidad (2000), fracasando en su intento de reverenciar y a la vez reírse del eurowéstern con 800 balas (2002).
Ha probado la aventura televisiva e incluso la producción de aires internacionales, hablada en inglés y con actores anglosajones, caso de Los crímenes de Oxford (2008), un filme simplemente correcto que no parecía suyo. Demasiado cumplidora, esta película se alejaba de lo que mejor ha sabido hacer De la Iglesia: una peculiar remodelación de la comedia negra y el sainete ya sea en el género fantástico, el cómico o el de intriga. Hoy rige los destinos de la academia cinematográfica española y triunfa en un festival del prestigio de Venecia con un filme sobre payasos y trapecistas, sobre amores rotos en la España de la guerra y de los años 70, que ha sido aplaudido de manera entusiasta por Quentin Tarantino, alguien a quien siempre debe tenerse en cuenta.
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