Análisis

¡Hay juezas en Palma!

Las tres magistradas emitien una ejemplar resolución sobre la infanta Cristina, impecable en la forma y sólida, de 84 folios, ninguno sobrero.

JOAN J. QUERALT

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Dice la leyenda, difícil de creer en pleno despotismo ilustrado, que Federico el Grandde Prusia veía afeadas las espléndidas vistas de su palacio Sans Souci por un molino vecino. Ni corto ni perezoso lo manda destruir, a lo que su propietario se opone y reclama, tras dimes y diretes regios, a los jueces, que la dan la razón. Fue entonces cuando el 'Gran Prusiano' exclamó aquello de "¡Aún hay jueces en Berlín", expresión claramente equívoca.

Tomándola por el lado positivo, supone una loa a la independencia judicial. Como al soldado el valor se le supone, al juez la independencia, también. Pero es sumamente frágil y ha de ser demostrada día a día, dictamen a dictamen. Ayer fue un gran día para la Justicia y, fundamentalmente, para el Estado democrático de Derecho. Tres mujeres togadas se han enfrentado seguramente a la encrucijada hasta ahora más importante de sus carreras. Ante sí tenían, como justiciable, a una hija de reyes, a algunos de los mejores letrados de España, apoyados desde los flancos con toda la munición posible por la Fiscalía y la Abogacía del Estado, todo bajo la presidencia del retrato de su hermano. Esto en cuando a lo visto.

Ello no ha sido óbice a que las tres magistradas baleáricas emitieran una ejemplar resolución, impecable en la forma y sólida, de 84 folios, ninguno sobrero. Concluyen la inexistencia de causas que impidan que la infanta Cristina sea sometida a juicio como el resto de acusados. O sea que durante los próximos meses su imagen seguirá abriendo muchos telediarios y otros espacios menos informativos.

Tres son esencialmente los ejes de esta resolución. El primero, la discrepancia con el TS -algo que no es fácil- en la llamada doctrina Botín. Todo un repaso a los antecedes de esta decisión, a la génesis legislativa en que se basa y a su peculiar evolución posterior, llena de vaivenes y huérfana de solidez. En segundo lugar, se centra en la presunta vulneración de la igualdad.

Armadas las magistradas de un arsenal jurisprudencial y doctrinal, que para sí quisieran muchos trabajos académicos, recuerdan algo comúnmente aceptado: para que dos casos sean considerados iguales han de ser iguales. Y el encausamiento de la Infanta y el de otras personas ya aludidas no son idénticos. En efecto, en el caso del banquero, el fiscal pidió el sobreseimiento (y los potenciales afectados no acusaban), por lo que la acción popular -en el peculiar entendimiento de TS- carecía de legitimación. Aquí, en cambio, el Fiscal no acusa a la Infanta por delito; sin embargo, no pide el sobreseimiento, puesto que le imputa responsabilidad civil a título lucrativo. O sea que no insta el archivo de la causa.

En tercer lugar, contra lo que sostenía la Abogacía del Estado, el delito fiscal no afecta a un bien jurídico particular de la Hacienda pública, sino que, como sostiene la inmensa mayoría de la jurisprudencia que el auto recoge y buena parte de la doctrina científica defiende (yo mismo, aquí el pasado 23), es un bien jurídico supra individual, colectivo o difuso, es decir, defendible en sede penal por cualquiera. Así, queda abierta la legitimación de la acusación popular para acusar a la infanta.

El auto, exuberante en información, matices y precisiones, va, como señalaba al principio, más allá del mero formalismo técnico-jurídico: emana del núcleo mismo de la independencia judicial, bastión inexpugnable del Estado democrático de Derecho. Los agoreros y quienes proclaman permanentemente cuanto peor mejor habrán de esperar a otra ocasión.