entrevista con el Catedrático de Filosofía Política y Social

Daniel Innerarity: "Lo nuevo está sobrevalorado en la política actual"

Bilbao, 1959.

‘La política en tiempos de indignación’ (Galaxia Gutenberg) es  el último ensayo de Daniel Innerarity, investigador en el terreno de la  filosofía política y experto en gobernanza democrática. Sus reflexiones aportan  una nueva luz al intenso debate actual.

Daniel Innerarity, en una imagende octubre del 2013 , en la sedede la Generalitat.

Daniel Innerarity, en una imagende octubre del 2013 , en la sedede la Generalitat.

JUANCHO DUMALL

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Recuerda Innerarity el viejo chiste acerca de unas autoridades ferroviarias que, al descubrir que los accidentes del ferrocarril afectaban especialmente al último vagón, decidieron suprimirlo en todos los trenes. ¿Es eso lo que queremos hacer con la clase política?, se pregunta. 

–Hace usted una crítica de la antipolítica. Incluso llega a decir que no habría que rodear el Parlamento, sino el resto del mundo, especialmente los poderes económicos y mediáticos. 

–Siempre me ha parecido que las críticas a la clase política eran, en su generalidad y sin matices, tan necesarias como peligrosas en la medida en que pudieran contribuir a extender una mentalidad antipolítica. Hay mucha gente, muchos poderes, que estarían encantados de que la política fuera algo superfluo, lo cual no debería extrañarnos. Más sorprendente es que algunos políticos contribuyan con entusiasmo a esa demolición y, sobre todo, que nosotros con nuestras críticas indiferenciadas ayudáramos a legitimar esa operación. En relación con aquella performance, me limité a observar que no sabía si aquel rodeo lo era para asediar o proteger. El poder legislativo, el hermano pobre de nuestros poderes de gobierno, comparado con el judicial o el ejecutivo, es el que más necesita ser protegido, contra los lobis.

–Vivimos en una época, dice, de electorado volátil, lo que favorece la aparición de los candidatos mediáticos. ¿Los medios de comunicación de masas y las redes sociales corrompen la democracia?

–Forman parte de un juego que ha convertido a la política en algo capturado por la lógica de la moda. Nuestro mismo vocabulario nos delata: desde hace algún tiempo no hacemos otra cosa que hablar de fuerzas que «irrumpen», que envejecen rápidamente y a las que olvidamos con la misma facilidad. Vivimos en un carrusel en el que se nos ofrecen productos efímeros, que se benefician de la pesadez de los viejos partidos, pero que tienen un compromiso con los electores igual de volátil. Lo nuevo está sobrevalorado en la política actual. 

–Hablemos del derecho a decidir. Señala usted que hay una «paradoja constitucional» por el choque entre el poder constituido y quienes desean ejercer la democracia para autodeterminarse. Un dilema entre democracia y legalidad. ¿Dónde está la salida, si la hay?

–Cuando escribí esa parte del libro lo hice tratando de aportar un poco de reflexión conceptual a un debate que está lleno de tópicos. Mi sugerencia es que elevemos un poco el nivel de nuestros debates y no mostremos como evidencias lo que son asuntos cuestionables. Cuando algunos líderes nos conceden su permiso para discutir sobre el poder constituido, pero determinan al mismo tiempo que el poder constituyente es intocable o, en un lenguaje aparentemente menos imperativo, se asegura que todo puede discutirse pero dentro del marco constitucional (para cuya revisión nunca se dan, por cierto, las condiciones propicias), están haciendo un uso ventajista de ese punto ciego desde el que se construye la hegemonía política. ¿Y si lo que hay que discutir es precisamente el poder constituyente, el marco de la soberanía o el sujeto que debe decidir? ¿Por qué no examinamos con valentía ese ángulo ciego? Estaríamos más cerca de una solución democrática a los conflictos territoriales si sacáramos las consecuencias que se siguen de dicha paradoja.

–El concepto de autodeterminación contrasta con la cesión de soberanía a las construcciones transnacionales como la UE. 

–Los conceptos tradicionales de soberanía y autogobierno presuponían una idea homogénea de pueblo y una idea cerrada de espacio político. Pero estos conceptos deben ser pensados de otra manera cuando los efectos extraterritoriales de las políticas llevadas a cabo por los estados comprometen la capacidad de autogobierno de unos y otros. Autodeterminación significa hoy aceptar los efectos que tienen sobre nosotros las decisiones de otros estados nacionales en la medida en que hemos tenido la oportunidad de hacer que nuestros intereses fueran oídos en sus procesos de decisión. 

–Cuando habla del uso de los tiempos, señala que el político tiene que pensar en el juicio del votante antes que en el del historiador. ¿No abriríamos así la puerta al oportunismo y al cortoplacismo?

–Un político tiene delante de sí dos juicios: el de los votantes y el de la historia. Evidentemente le interesa más el primero que el segundo. ¿Cómo tener en cuenta esas necesarias reformas a largo plazo o ciertas medidas que no son demasiado populares o los intereses de las generaciones venideras o la sostenibilidad en general (del medio ambiente, de las pensiones... ) cuando lo más rentable electoralmente es sacrificar todo eso en el altar del corto plazo? Pues mediante pactos que sustraigan esos asuntos del debate habitual.  –Reflexiona sobre la verdad en política. ¿Cómo influyen en la desafección mentiras tan peligrosas como la existencia de armas de destrucción masiva en Irak o de la participación de ETA en el 11-M?

–Son casos de mentiras flagrantes, pero habitualmente la política no tiene que ver tanto con asuntos objetivos como con opiniones, y ese es el motivo por el que discutimos y deliberamos. Si todo se resolviera en una objetividad que pone punto final a nuestras discusiones desaparecería la política como actividad democrática; nos rendiríamos al juicio de los expertos. Todo lo anterior nos debería servir para matizar mucho el juicio corriente de que los políticos mienten o no cumplen lo que prometen. En nuestras sociedades democráticas lo que tenemos es un embrollo formado por la complicidad de unos políticos mendaces, una ciudadanía que no siempre quiere que le digan la verdad y unos medios de comunicación que destrozarían a quien dijera la verdad. 

–¿Vivimos una ola de populismo?

–Es cierto que venimos de una cultura que no sabe muy bien qué hacer con las emociones y que, en este tema, se polariza entre quienes tienen una profunda desconfianza frente a la presencia de los sentimientos en política y los que, sabedores de este vacío sentimental, utilizan de una manera populista los sentimientos.

Vivimos en un mundo de espacios abiertos, lo que significa también una cierta desprotección. Los ciudadanos más favorecidos han celebrado esta intemperie como una ganancia de libertad (como mercados menos regulados o una mayor movilidad), pero los más vulnerables se sienten inseguros, abandonados, y son pasto de las promesas populistas. Muchos de los arrebatos emocionales de la sociedad tienen que ver con el hecho de que la gente siente miedo, un miedo más relacionado con la desprotección económica en la izquierda y más con la pérdida de identidad a la derecha, aunque todo esto se mezcla dando lugar a sentimientos de difícil gestión. 

–¿Exageran los medios de comunicación los defectos de la política?

–Los medios contribuyen a que vivamos en campaña permanente: tienden a informar acerca del gobierno como si estuviera en campaña y a informar acerca de las campañas como si tuvieran poco que ver con el gobierno. Los políticos y los comentaristas preferidos para los debates en los medios suelen ser los más extremos o combativos, los que mejor representan el conflicto de las posiciones; quienes son más proclives al compromiso no salen bien en la televisión. Es uno más de los efectos que tiene la dura competición por las audiencias. La mejor contribución de los medios es que la dieta informativa sea más rica en cuanto al contenido político de lo que está en juego y limite los aspectos sórdidos, personales o extremos.

–¿Cómo juzga la debilidad de los poderes democráticos frente a los mercados financieros?

–Mi tesis es que puede que estemos haciendo un diagnóstico equivocado de la situación como si el origen de nuestros males fuera el poder de la política y no su debilidad. La regeneración democrática debe llevarse a cabo de manera muy distinta cuando nuestro problema es que nos tenemos que defender frente al excesivo poder de la política o cuando el problema es que otros poderes no democráticos están sistemáticamente interesados en hacerla irrelevante. Y tengo la impresión de que no acertamos en la terapia porque nos hemos equivocado de diagnóstico.

–Habla usted de que estamos en un tiempo de política 

posheroica. Sin embargo, en Catalunya el debate soberanista está plagado de referencias épicas.

–Probablemente esta sea una de las explicaciones de que no hayamos sido capaces de darle un cauce normalizado de solución. La actual agitación épica en torno a la cuestión nacional dejaría de estar tan hinchada si hubiera procedimientos, si no fueran tan intratables: marcos constitucionales revisables, posibilidades de consulta para verificar la identificación, arbitrajes verdaderamente imparciales, sistemas de diálogo que no predeterminen la solución...

–¿Movimientos como el 15-M han aumentado la presión sobre los gobernantes?

–Han constituido un momento de politización de la sociedad, es decir, que en torno a ellos se ha configurado una sociedad observadora, crítica, que quiere que se le rindan cuentas y administrar más celosamente el elemento de delegación de todo poder democrático. Otra cosa es que seamos capaces de conseguir que esa fuerza social dé lugar a transformaciones efectivas de nuestro sistema político y de nuestras sociedades democráticas, que no se quede todo en un desahogo improductivo. 

–Hace usted una crítica de uno de los lemas del 15-M, «

no nos representáis». ¿Por qué?

–Una sociedad democrática puede y debe revisar con frecuencia sus procedimientos de representación, pero cuestionar la idea misma de representación suponiendo que el pueblo, la gente o la calle es una evidencia incontestable supondría una regresión democrática. 

–¿Cómo puede salir de la crisis la socialdemocracia?

–A veces se reprocha a la izquierda por haber cedido precipitadamente al realismo y haber renunciado a la utopía, pero creo que sus problemas comienzan con algo que es anterior y que tiene unas graves consecuencias para la política en general. En el origen de su falta de vigor está la conformidad con un reparto del territorio según el cual a la derecha le correspondería gestionar la realidad y la eficiencia, mientras la izquierda puede disfrutar el monopolio de la irrealidad, donde se movería sin competidor entre los valores, las utopías y las ilusiones. Es esta cómoda delimitación del territorio lo que se encuentra en el origen de una crisis general de la política: aceptada la ruptura entre el principio de placer y el principio de realidad, entre la objetividad y las posibilidades, la derecha se puede dedicar a modernizar irreflexivamente, sin el temor de que la izquierda consiga incomodarla con su utopismo genérico y desconcertado. 

–Formula una 

teoría del empate para señalar la igualdad en los resultados electorales en muchos países. ¿Sería el caso de Catalunya tras las últimas elecciones? ¿Qué consecuencias tiene?

–El resultado de las elecciones está pidiendo a gritos una solución de compromiso. El problema es que se ha producido una curiosa alianza de quienes dicen que es demasiado pronto para el diálogo y los que dicen que es demasiado tarde. Y con estas últimas elecciones se han fortalecido los agentes que no saben, no pueden o no quieren un compromiso. Ahora bien, ¿por qué contentarse con una victoria sobre el adversario cuando se puede conseguir algo mejor? Esto parecen no entenderlo quienes han renunciado a la posibilidad de construir mayorías políticas más amplias. Hoy por hoy este diálogo, lo reconozco, es muy difícil, entre otras cosas porque no hay verdadero diálogo si el resultado final no está abierto sino predeterminado, como cuando el Estado apela a la legalidad, al marco constitucional o a que decidan todos los españoles. No veo otra solución que una reforma constitucional en la que se reconozca la singularidad nacional de Catalunya y se establezca un cauce para un ejercicio posible de la autodeterminación.

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