La reforma de un servicio esencial

¿Una sanidad como la del Rey?

El financiador público no tiene medios para comprar toda la capacidad de producción de los centros

¿Una sanidad como la del Rey?_MEDIA_1

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Guillem López Casasnovas

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Ha causado un gran revuelo, asociado a la llamada ley ómnibus, la discusión sobre la posibilidad de que los hospitales públicos puedan terminar ofreciendo actividad privada. Dicho con otras palabras, que allí donde no llegan los impuestos para financiar la compra de servicios sanitarios públicos, lo hagan las tasas o copagos en forma de aportaciones de los propios usuarios y en el seno mismo de las organizaciones públicas, en lugar de que, como ocurre ahora, aquellos acudan a centros privados

Cabe decir que esta no es una indicación hecha en abstracto, ya que se da hoy en algunos hospitales. Por ejemplo, cuando se dijo que el Rey había sido atendido en el Clínic de Barcelona por la excelencia de sus profesionales, de hecho se nos decía que había sido tratado en Barnaclínic, el ala privada del Clínic. Los mismos buenos profesionales, pagando por la utilización de las instalaciones y sin guardar turno en la lista de espera. Bien está que se valorara tanto nuestra sanidad y bien está que se abonara el coste de la factura. ¿Deberían poder hacer los catalanes lo mismo que ha podido hacer el monarca español? ¿Solo en el Hospital Clínic?

A todo ello se añaden dos vectores que confluyen. Por un lado, un sistema público como el nuestro, del tipo servicio nacional de la salud, que por definición reacciona siempre ante la restricción presupuestaria modulando cantidades, es decir, incrementando listas de espera. Es el reconocimiento de que el financiador público no cuenta con los recursos para poder comprar toda la capacidad productiva de nuestros excelentes -se nos dice- centros sanitarios. Por otra parte, aquí y en cualquier lugar se busca desde el regulador público dar más autonomía y responsabilidad a los hospitales y proveedores en general. Se quiere que sean más conscientes de los costes que generan sus decisiones clínicas -que al final inciden espectacularmente en los costes- y, por lo tanto, dotarlos de capacidad organizativa y la obligación de rendir cuentas de sus balances.

Unidas ambas cosas sucede que los centros que ya disponen de esta autonomía (fundaciones, consorcios, mutuas) se plantean en Catalunya si no sería más lógico coger el toro por los cuernos y regular la actividad privada en el seno del propio hospital público ahora que, con capacidad asistencial superior a la que evidentemente les puede comprar el Servei Català de Salut en etapa de contención financiera, y sin poder pagar los salarios competitivos a los que aspiran sus profesionales, se ven abocados a hacer la vista gorda a la actividad privada que estos puedan hacer fuera del hospital. De hecho, no cuesta demasiado observar cómo muchos especialistas hoy hacen medicina privada por las tardes, cómo algunos de ellos interaccionan con los pacientes públicos directamente hablándoles de la alternativa privada (en centros cercanos que tienen más demanda cuando más listas de espera emergen) y cómo están dispuestos a tarifarrazonablementeal paciente desviado desde la pública, a menudo solo por la parte pendiente de los costes asistenciales (más allá de las pruebas realizadas en los centros públicos) y las manos del médico (que lo compatibiliza como un ingreso marginal por lo que no recibe salarialmente en el centro público por la mañana).

Un centro que busque la lealtad efectiva de sus profesionales (contra la idea de que cuanto peor funcione lo público, mejor para el bolsillo privado) plantea abiertamente al financiador público la voluntad de someterse a una nueva regulación que controle los flujos de pacientes con una lista de espera ordenada correctamente, con una tarificación que incluya todos los costes asistenciales, y que la retribución haga justicia al trabajo profesional de cada uno. Y no como ahora, en una situación que favorece a quien tiene menos dificultad o escrúpulos en hacermoonlighting, que es como llaman los anglosajones a la abducción de los enfermos públicos hacia la sanidad privada (a oscuras, con nocturnidad, a la luz de la luna).

Este sistema sanitario que tenemos y que nos resulta tan satisfactorio tiene estas cosas que a menudo tapamos como lo algo vergonzantes que son. No cuenta el financiador con la capacidad de gasto para comprar toda la actividad posible del sistema, y así, incluso, de eliminar la lista de espera (aunque quizá no tendría lógica hacerlo sin priorizar la necesidad asistencial de esta ), ni con la de incrementar suficientemente los salarios de los profesionales que tienen esa capacidad de inducir demanda (que en condiciones normales no deberíamos reconocer), ni, parece ser, con la de hacer cumplir un régimen de incompatibilidades explícito para los que, a laluz de la luna, tienen un comportamiento poco ético. Dados, por tanto, los óptimos de segundo y tercer grado en los que estamos instalados, una sociedad democrática haría mejor en sacar la cabeza de debajo del ala, identificar el problema, regularlo y no ignorarlo, evaluarlo y no prohibirlo.

Catedrático de Economía Pública

de la Universitat Pompeu Fabra.