El triunfo de la música sobre la banalidad

El festival 'Los Jardines Misteriosos' de la Opéra de Lyon se detiene en los Campos Elíseos de 'Orfeo ed Euridice', de Gluck

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ROSA MASSAGUÉ

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Del enigma en 3D de 'Sunken Garden', de Michel van der Aa, al Hades, a los Campos Elíseos de 'Orfeo ed Euridice' (1762), la maravillosa ópera de Christoph Willibald Gluck en su versión italiana. Es la segunda entrega del Festival 'Los Jardines Misteriosos' organizado por la Opéra de Lyon. Y aquí cambio total. De época, evidentemente. De medios. Pero también hay una importante modificación de la trama escénica.

David Marton, director de escena húngaro, presenta a un Orfeo anciano, muy anciano, que revive y escribe su vida. Sentado a un lado del escenario ante una máquina de escribir antigua desgrana los episodios que se desarrollan en el resto del espacio escénico donde cobran vida los personajes con unos jóvenes Orfeo y Euridice.

El punto de partida es muy estimulante. La primera aparición del coro y de los protagonistas con movimientos a cámara lenta en un decorado en el que hay una casa inacabada medio hundida en la arena y una mesa preparada para un banquete de boda, crean el ambiente adecuado para la historia que no es otra cosa que la del desgarro del alma ante la inevitabilidad del destino.

Con su 'Orfeo' Gluck inició la que sería la gran reforma de la ópera. El compositor proponía la máxima sencillez para concentrar música y texto en el drama, en la poesía, renunciando a todo aditamento superfluo.

Ciertamente, el drama está ahí. Sin embargo la representación de Lyon va sumando distracciones y banalidades. El Orfeo anciano teclea con sonoras pulsaciones un texto de Samuel Beckett reproducido al fondo del decorado. Se oye el paso muy cercano de un tren larguísimo y una radio ofrece un parte meteorológico.

Seis niños interpretan el personaje de Amor y esta multiplicación de la figura mitológica se explica en el momento de mayor banalidad, cuando, cerca ya del fin, Orfeo regresa a casa con Euridice resucitada y ésta pronuncia un estentóreo '¡A comer!' dirigido a los seis hijos de la pareja.

Pero como el teatro es magia, lo que parecía destinado a un final trivial o incluso vulgar cambia totalmente de registro y rescata completamente la representación. Cuando empieza a sonar la música del ballet de la tercera y última escena la orquesta va emergiendo del foso y el coro aparece en formación de concierto, todos vestidos de negro, con la carpeta de la partitura en la mano.

Es el momento en que todos, coro y solistas, cantan al triunfo del Amor, convertido en este caso en el gran triunfo de la Música con mayúsculas.

Enrico Onofri, que se formó con Jordi Savall y fue primer violín de la Capella Reial y lo es ahora de Il Giardino Armonico, dirigió la orquesta de la Opéra de Lyon con gran brillantez, el 21 de marzo, convirtiéndola en una auténtica orquesta barroca. Y lo mismo puede decirse del coro.

De los dos Orfeo la curiosidad recaía en el anciano, interpretado por el bajo alemán Victor von Halem (1940) a quien asociamos con los papeles de bajo wagneriano (Gurnemanz o Titurel) o como Gran Inquisidor verdiano. Con su gran estatura y su voz profunda daba una visión totalmente distinta a las partes cantadas de Orfeo que interpretó que, para mi gusto, eran demasiadas.

El joven Orfeo era el contratenor Christopher Ainslie de bella voz, pero con el inconveniente --para el cantante y para el público-- de no poder ofrecer el papel en toda su extensión. La soprano Elena Galitskaya cantó una Euridice con mucha sensibilidad pero su voz resulta algo pequeña. 

El pasado año, cuando la ópera lionesa dedicó su festival a Benjamin Britten ya hubo ocasión de constatar el excelente trabajo de los niños de la escuela de aquel teatro. En esta ocasión los seis 'amores' demostraron nuevamente su excelente formación musical con una afinación impecable.

La tercera y última entrega de crónicas del festival estará dedicada al jardín de las perversiones, a 'Die Gezeichneten', de Franz Schreker.