NÓMADAS Y VIAJANTES

¿Tercera intifada?

RAMÓN LOBO

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No hay proceso de paz, ni negociaciones, ni voluntad de acabar con un conflicto que arrancó en 1948, con la creación del Estado de Israel. Hace años se decía: «La situación de los palestinos alienta a Al Qaeda y al radicalismo islamista». Eran los tiempos post 11-S y del rediseño democrático de Oriente Próximo impulsado por los neocons, que empezó con la cabeza de Sadam Husein. Como saben, el asunto no ha acabado bien. Aquella insensatez se paga hoy en Siria y en las fronteras amuralladas de la Europa fortaleza.

Ya nadie vincula la solución del llamado problema palestino con Al Qaeda. Su causa ha desaparecido de los informativos y de la agenda internacional. Son como los saharauis, los sudaneses del sur. La muerte de Yasir Arafat les dejó huérfanos, sin una imagen reconocible y global, un icono temido y con autoridad sobre su pueblo. Y los suyos no están a su altura, parecen más preocupados en no perder las subvenciones extranjeras que lubrican la Autoridad Nacional Palestina que en pelear por su pueblo. La primera falsedad está en las palabras: no hay autoridad ni es nacional.

Dignidad y desesperanza

La escalada de violencia que se vive estos días en Jerusalén y Cisjordania no es aún la tercera intifada. Escasean los líderes y no parece que exista ánimo ni fuerza para lanzar una insurrección general y sostenida contra el ocupante, porque eso es lo que es Israel en Cisjordania: ocupante. Pero no conviene minusvalorar el vigor de la dignidad unida a la desesperanza.

Ahí está de ejemplo la aldea palestina de Nabi Saleh: cada viernes, después del rezo, sus habitantes se manifiestan por su tierra. No importa la represión semanal. Son un símbolo de la resistencia pacífica; lanzar piedras contra un ocupante armado no es violencia, es un derecho.

EEUU y la UE miran hacia otro lado, a Siria, a donde sea, mientras que Israel no cesa de expandir sus asentamientos, incautar nuevas tierras y destruir olivos. Para los palestinos el olivo forma parte de su identidad. El Gobierno de Netanyahu es el más conservador de la historia de Israel, por no decir el más extremista: en su Gabinete se sientan ministros que propugnan la anexión del 80% de Cisjordania y de manera velada, porque esto aún no se decir, la expulsión de los palestinos, o al menos su bantustinación, como en la Sudáfrica del apartheid.

Cada vez hay más israelís que han perdido el miedo a la palabra y a las comparativas. El Israel creado por el sueño socialista de los fundadores que escaparon del Holocausto, se acerca cada vez más al modelo del Estado racista. A los palestinos les falta un Nelson Mandela.

Es mejor la lucha de Nabi Saleh que la de Hamás, tiene más recorrido. La lucha pacífica impulsa simpatías y alienta la campaña internacional de boicot que tanto preocupa a Israel. ¿Qué sentido tiene matar a una pareja de colonos judíos de Neria delante de sus cuatro hijos? Este tipo de crímenes beneficia al más fuerte. Es algo que Hamás no entendió tras el 11-S y sigue sin entender. Este doble asesinato se parece en su forma al secuestro y muerte de tres jóvenes colonos en Hebrón en el verano de 2014, y que sirvió de excusa para lanzar una campaña de bombardeos sobre Gaza. Esta vez Netanyahu es cauteloso. Sabe que Cisjordania es diferente. No quiere ser el pirómano que encienda la pira.

Los palestinos llevan meses preocupados con las intenciones el Gobierno ultra de Netanyahu. Están convencidos de que quiere modificar el estatus que rige desde 1967 en la Explanada de las Mezquitas, encima del Muro de las Lamentaciones. Hay dos posiciones en Israel. Los que defienden que un judío no puede pisar la zona para no profanar el Sancta Satorum del templo destruido y los radicales que desean ir ganando terreno, como en Cisjordania. La explanada podría ser causa de una guerra religiosa, peor que cualquier intifada.

Los acuerdos de Oslo

Abbás dio por muertos los Acuerdos de Oslo hace unas semanas en la ONU, unos acuerdos que Netanyahu descarriló tras el asesinato de Rabin en noviembre de 1995. El gran intelectual palestino Eduard Said tenía una solución al problema y ahora parece la más provocadora e inteligente: disolver la Autoridad Palestina y pedir la nacionalidad israelí. Esta es la tesis del estado binacional y democrático frente a la ya difunta de los dos Estados. Un Estado binacional acabaría con el Estado teocrático judío, el sueño sionista. Sería la mejor arma de los palestinos, además de la natalidad. Sin Ejército ni amigos solo les queda la imaginación.