La encrucijada catalana

El patrimonio nacional-soberanista

El 'tempo' en política lo es casi todo, y la estrategia en Catalunya está siendo desafortunada

ALFONS SAUQUET

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Si tomamos cierta perspectiva frente al agitado escenario catalán comprobamos que ha sido moldeado en el transcurso del tiempo enlazando numerosas y variadas acciones políticas. Y se cuente como se cuente, se trata de un patrimonio nacional-soberanista difícil de imaginar hace una década. No digamos si, casi con pudor, nos remitimos a la exaltación de los días del Llibertat, Amnistia i Estatut d'Autonomia. Ninguno de los presentes en aquellas dignas demostraciones cívicas habría imaginado algo semejante a la situación actual, en la que un 48% de los votantes se posiciona por un cambio sustancial. Un gran patrimonio sin duda, pero que como todo patrimonio legítimo es tan difícil de acumular como fácil de dilapidar. Y me temo que entre los herederos comenzó el lunes de la pasada semana a disponerse de él con gran ligereza.

No será la primera vez. En 1934, la indignación de unos cuantos (entre ellos PSOE y ERC) dio lugar a un impulsivo y poco legítimo acuerdo de despacho que terminó en una algarada; con Franco haciendo sus primeras armas peninsulares en Asturias, y con Companys y compañeros -entre ellos un tío abuelo de quien escribe- recluidos en el Uruguay, un barco prisión anclado en el puerto de Barcelona. Companys se preguntó, durante mucho tiempo, qué había fallado y por qué las izquierdas no le habían secundado. Imagino que la misma pregunta se formula, todavía, el president Mas en su particular noche oscura del alma. Entonces se aguardaba una llamada de teléfono que informara de si, efectivamente, ya había manifestación en la Via Laietana para salvar la República Catalana. Huelga decir que nadie llamó.

Años después, Vicens Vives no dejó de advertir, entre otros a Jordi Pujol, sobre la falta de perspicacia del catalán frente al Estado. Parecería que esa advertencia ha sido significativamente ignorada de nuevo. Y ello tanto en el interior como en el exterior. En el exterior, se ha navegado entre el ridículo y la ingenuidad -aquí nos conviene recordar a Tarradellas-. Pues contamos con un representante permanente en Bruselas que no puede ser recibido como tal porque solo están representados los estados y, por tanto, su presencia es tan eficaz como la del hipotético embajador kurdo en Washington.

Además, a nadie en sus cabales le pasa por la cabeza que, en el difícil equilibrio europeo, alguien vaya a mover una pieza que comporte riesgo efectivo para la Unión. En cualquier caso, si algo ocurriera, convendría preguntarse si no se trata de un movimiento en un tablero más amplio, similar al que ya enfrentó la credulidad de Pau Claris en el siglo XVII, o la ingenua fe en el inquebrantable compromiso británico con Catalunya en el XVIII. No incluyo el ideal del presidente norteamericano Wilson, acerca de pueblos y estados, porque creo que la euforia no ha llegado a tal extremo.

Pero es que, a su vez, en el combate interior se está logrando algo difícil de imaginar. El partido nacido en Catalunya fruto de la irritación de una intelligentsia ante el obsesivo despliegue cultural identitario, ha ido alimentándose hasta convertirse en un crecido adolescente con ganas de probarse en el ejercicio del poder. De manera que un escenario potencial tras el 20-D sería el de una fuerte sintonía entre el novel y ambicioso partido y la áspera y enjuta prosapia funcionarial para la salvaguarda del Estado. Es legítimo preguntarse si frente a este pacto potencial la respuesta federal no resultará una pobre defensa cargada de buena intención.

Entretanto, y por si fuera poco, lo más probable es que el pacto «para no vivir más como esclavos» (sic) vaya perdiendo fuerza. Y viendo cómo se está desarrollando la celebración, algunos de los asistentes vayan preguntándose si la pareja de baile sigue siendo tan prometedora ahora que la luz de la mañana despunta y el maquillaje se disuelve. O, en otras palabras, que el debate comienza a desplazarse del eje libertad-opresión al de seguridad-anarquía.

El tempo en política lo es casi todo. Avanzarse o retrasarse no es táctica, es estrategia. Y mucho me temo que, en Catalunya, la estrategia ha sido desafortunada. El resultado de este error no augura nada bueno. No es descabellado imaginar un Estado reforzado en su ideario igualitarista; la credibilidad perdida, y unos cuantos años de melancolía por delante en los que hacerse reproches mutuos para acabar coincidiendo en el amargo recuerdo de la injusticia cometida. Si así fuera, harían falta otros cuantos años para volver a disponer de un patrimonio similar al actual, un patrimonio que bien gestionado permitiera sentarse a hablar y abordar de forma cabal la inherente tensión centrífuga en España que apuntaba Pierre Vilar.