En sede vacante

La mujer que cruzó la vía

Josep Maria Fonalleras

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El tren que cojo todos los martes llega a la estación de Girona como destino final. Va lleno casi siempre y, cuando se para, puedes bajar haciendo cola por unas escaleras que llevan a la calle o puedes cruzar la vía para ahorrarte la cola: acabas bajando unas escaleras similares a las anteriores. La vía la cruzan decenas de personas, con corbata y sin ella, bien arregladas o con pantalones agujereados. Es una vía medio muerta por la que nunca he visto pasar ningún tren y, a pesar de ello, cada vez que contemplo la infracción me estremezco. Hace 15 días, y por una vía que sí que está muy viva, una mujer joven cruzó para ir a saludar a una amiga que estaba en el otro andén. Por megafonía, una voz concreta y asustada (y no una grabación metódica y rutinaria) avisó del peligro. Casi se le dirigió en primera persona. Como si nada. La mujer, con un niño en brazos, cuando hubo hablado con la amiga, volvió, riendo, al andén que le tocaba.

O sea, las imprudencias se cometen porque hay prisa y porque un poco de retraso al abandonar la estación parece un mundo, porque correr y ser más espabilados que los otros es una pequeña victoria cotidiana, porque es un poco más cómodo. Y porque sí, al igual que hay un ejército de padres que atraviesan una calle sin saber o sin informar a sus hijos de que un señor de rojo en un semáforo quiere decir que te tienes que parar. Y tienes que esperar que el señor se vuelva verde. Y no para ser un ciudadano ejemplar, sino para que no te pille un coche que circula según las normas del código de circulación.

Somos débiles y estamos expuestos a cualquier golpe doloroso. Todas las precauciones del mundo no abolirán la posibilidad de una desgracia, pero tenemos que convenir que la diluyen un poco. En eso sí que me tienen que dar la razón.