Gente corriente

Marcos Ibáñez: «Una bala perdida me arrancó la barbilla»

Superviviente de Stalingrado. Lo mandaron al frente ruso a luchar codo con codo con los nazis. A la fuerza.

«Una bala perdida me arrancó la barbilla»_MEDIA_1

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Núria Navarro

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Hace 7 años que Marcos Ibáñez (Castrillo de la Vega, Burgos,1923) vive tranquilo en la Residència d'Avis de Campdevànol (Ripollès). Allí todos saben su historia, que es la historia de todos.

-Yo estaba haciendo la mili en Bilbao. Un día el capitán nos sacó al patio del cuartel, nos ordenó formar y empezó a contar «un, dos, tres». El que le tocaba el «tres» debía dar un paso al frente. A mí me tocó dar aquel paso al frente. Los 800 elegidos fuimos mandados a Rusia para ayudar a los nazis en la batalla de Stalingrado.

-La División Azul.

-No. Esos fueron voluntarios. Ante las bajas sufridas en Rusia y la dureza de la campaña, a finales de 1941 se reclutaron a voluntarios forzosos. En las arcas de España solo quedaba la calderilla, así que Franco pagó a Hitler los favores con lo único que tenía: hombres. Nos metieron en un tren y nos mandaron a Alemania.

-Los libros de historia dicen que a Baviera.

-No teníamos ni idea. Allí estuvimos un par de meses haciendo instrucción y nos metieron en otro tren para Stalingrado. Recuerdo el frío glaciar. Los soldados morían de pie dentro de sus capotes, congelados. Muchos perdieron la cabeza. Solo nos daban una pieza de chocolate para todo el día.

-Estaban muertos de miedo, claro.

-Yo no tuve miedo. En la vida he pasado de todo -siempre malo- y nunca me he acobardado por nada. En el frente decíamos: «Quién dijo miedo, habiendo hospitales».

-¿Usted llegó a disparar?

-Ni un solo tiro. Estábamos en la retaguardia, en tiendas de lona de a 30 hombres, y tuvimos la suerte de no llegar a entrar en combate. Sin embargo, una bala perdida me pasó rozando y me arrancó la barbilla. Estuve un par de meses en el hospital. Aún se nota la marca, mire.

-Pues sí. La cosa es que ustedes iban a ayudar a los nazis...

-¡Eso no eran personas, sino bestias del campo! Pero los tratamos poco, porque nuestro batallón, de infantería, estaba formado íntegramente por españoles, a las órdenes del general Agustín Muñoz Grandes. Yo era de ametralladoras. La llevábamos en dos veces, ¿sabe?

-Disculpe. ¿Era usted franquista?

-¡Yo qué voy a ser! ¡Solo era joven! En el pueblo, cuando los falangistas iban por la calle gritando «Arriba España», como estábamos acostumbrados a las gestos de la República, los chavales alzábamos una mano y con la otra enseñábamos el puño. La guerra fue lo peor...

-¿Qué fue lo peor de lo peor?

-El hambre. Éramos siete hermanos y comíamos lo que encontrábamos en el monte. No había escuela porque a los dos maestros se los llevaron al frente. Nadie me enseñó a leer ni a escribir. Solo sé firmar. Éramos como mendigos. Por eso a los 14 años me metí a trabajar.

-Estábamos en la guerra...

-Franco era muy sangriento. Mucho. Los falangistas iban primero a ver al capellán del pueblo, que les daba una lista de los que tenían que recoger. A mi padre estuvieron a punto... Se los llevaban en un camión y ya no regresaban más. Luego los perros escarbaban en la zanja que había en una cuneta y a un palmo salían los cadáveres.

-Viendo aquello, ¿no tomó posición?

-Nunca me metí en política. ¿Sabe por qué? Un hermano de mi madre que era de la CNT se metió a falangista. La gente se cambiaba de camisa, ¿comprende? Yo siempre he querido ser un hombre trabajador y libre. Luego, la posguerra fue peor. Los de abastos cargaban en camiones la fruta y la verdura del campo y para nosotros, nada. Yo pasaba la jornada con un arenque y un tomate.

-Muchos emigraron.

-Uno de mis hermanos se hizo capellán y fue destinado a Argentina. Otro hermano y yo pensamos en ir con él, pero nos disuadió. Nos dijo que allá tampoco ataban galgos con longanizas, que a los inmigrantes los mandaban al bosque a trabajar como bestias. Así que, a los 20 y tantos, me vine a Catalunya.

-Una vida nueva.

-Primero fui a Sant Sadurní, a trabajar en una papelera. Luego hice de peón de obra en Barcelona. Hasta que llegué a Ripoll, donde trabajé en una fábrica de mosaicos y en otra de hilatura, y me metí a repartidor de la Damm. Me casé dos veces y ya tengo bisnietos.

-Su vida tiene un final feliz, pues.

-Pero no he tenido buena vida ninguna. Todo ha sido trabajar y trabajar. Y lo que veo ahora... En la residencia veo cómo hermanos se quieren beber la sangre por cuatro perras de una herencia...