ANÁLISIS
Las cenizas de Oslo
Más que unos acuerdos de paz, Oslo fueron un estado de ánimo, la Ocupación por otros medios
Joan Cañete Bayle
Subdirector de EL PERIÓDICO.
Periodista y escritor. Transición digital y audiencias. Entre otros trabajos, ha sido corresponsal en Jerusalén y Washington DC. Autor de las novelas 'Expediente Bagdad' (junto a Eugenio García Gascón) y 'Parte de la Felicidad que Traes', y del ensayo sobre el conflicto palestino-israelí 'Muros, bosques, tumbas: Un periodista en Jerusalén'
JOAN CAÑETE BAYLE
La decisión de Donald Trump de cerrar la oficina de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Washington es un gran epílogo de los Acuerdos de Oslo a los 25 años de su firma. Epílogo, que no epitafio, porque de aquellos acuerdos que tantas esperanzas levantaron quedan aún unos cuantos fantasmas: la división administrativa de Cisjordania en tres zonas, la Autoridad Nacional Palestina (ANP) como una simple proveedora de servicios (subvencionados en gran medida por la UE) en la más pequeña de estas áreas, el mito del proceso de paz -- el más vivo de los muertos de Oriente Medio, incluso en la era Trump-- siempre zarandeado por los radicales de ambos lados. Del otro gran avance de Oslo (el reconocimiento mutuo de las partes), el cierre de la oficina de la OLP lo dice todo: los palestinos son ahora mismo un engorro encerrados en su archipiélago cuyos líderes se resisten a firmar la capitulación definitiva, ese misterioso plan de paz que ha diseñado Jarod Kushner, ese hombre.
Durante mucho tiempo Oslo fue sinónimo de optimismo, un estado de ánimo, los viejos buenos tiempos de Oslo, cuando no había muro ni ‘check points’ que separasen los territorios de Israel, cuando un israelí podía ir a cenar hummus a Ramala y regresar la misma noche con el sabor del narguile de manzana en los labios. Hoy todo está mucho peor que entonces (la Ocupación de los territorios ocupados se ha profundizado, la calidad de vida de los palestinos ha empeorado, la sociedad israelí se ha radicalizado, no hay líderes dignos de tal nombre a ningún lado de la Línea Verde), así que la tentación de mirar con nostalgia aquel apretón de manos entre Yasir Arafat y Yitzak Rabin es acuciante, quién no prefiere a un Clinton antes que un Trump.
Pero si, segunda Intifada y su brutal represión mediante, la situación en los territorios ocupados se ha deteriorado no es a pesar de Oslo, sino a por su causa. Era muy impopular decirlo entonces, solo algunas voces lúcidas como las de Edward Said lo hicieron, pero Oslo no fue más que la perpetuación de la Ocupación por otros medios. Oslo legitimó la colonización, puso al mismo nivel a ocupante y ocupado, no estableció mecanismos de control, dejó para el final de proceso el meollo del conflicto (fronteras, Jerusalén, refugiados) y se desplegó en largos plazos fácilmente evitables. Lo llamamos un acuerdo, pero su propio nombre oficial lo decía: era una Declaración de Principios. ¿Qué podía ir mal? Hoy, sobre las cenizas de Oslo, se yerguen Binyamin Netanyahu y su Gran Israel del mar al río.
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