Los atentados de París

Fronteras en la conciencia

Los terroristas han hecho que por primera vez me plantee dividir a 'los míos' entre los que son musulmanes y los que no

NAJAT EL HACHMI

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Al principio me dije que esta vez lo haría de otra manera. Como si la noticia no me hubiera sorprendido una vez recibida, una vez sabido el qué, el cómo y el dónde, me prohibí quedarme pegada a las pantallas asimilando una y otra vez las imágenes los hechos, la descripción obsesivamente repetida de los acontecimientos, la voz de los que estaban y sobrevivieron, el recuento de cadáveres, de heridos. Pensé que no quería pasar de nuevo por la experiencia de verme abocada al televisor o al ordenador para tratar de entender lo que es incomprensible, absurdo. No quería tener que estar de nuevo atenta a la identificación de los terroristas, de si eran franceses, de primer, segundo o tercer origen musulmán. No quería saturarme de voces expertas que señalasen causas geopolíticas, socioeconómicas, religiosas, culturales, de clase o lo que fuera. Al fin y al cabo, cada explicación dada parece un intento de justificar lo injustificable.

Pero pese a mi propósito de blindarme ante las consecuencias mediáticas de los actos de terror, el ruido que provocan es demasiado fuerte y penetra en nuestra tranquila cotidianidad, aunque sea como ruido de fondo. No tardo en darme cuenta de que no solo no he conseguido ser impermeable a todo el huracán de informaciones y desinformaciones aparecidas tras los atentados, sino que a medida que pasan las horas me va cogiendo una profunda tristeza.

La tristeza debería ser por las víctimas, por sus familiares y seres queridos, por los parisinos y los franceses en general que han visto sacudidas sus vidas. Es por ellos pero es por mucho más, es por la sensación de que algo está cambiando en el mundo en que vivimos, que conocemos y que compartimos. Algo se ha roto.

Consciente de esta pena extraña, me pregunto por qué esta vez me siento así; por qué, con todas las veces que hemos pasado por este mismo estremecimiento de la convivencia, esta vez tengo la sensación de que hay un salto cualitativo importante, que estos atentados marcarán de una manera significativa el presente y el futuro de todos los que aquí vivimos. Me agobia tanto esta tristeza que pienso en llamar a alguno de mis amigos. ¿A quiénes? ¿A los que son musulmanes? ¿A los que no lo son? Y me doy cuenta enseguida de que los terroristas han logrado uno de sus objetivos, han hecho que por primera vez me plantee dividir a los míos entre los que son o no son musulmanes, que aunque sea por un instante me pase por la cabeza la idea de que unos entenderán mejor que los otros mi malestar, cuando lo cierto es que en mi día a día esta división no tiene ninguna importancia. Veo también, me veo, que esta tristeza extraña va acompañada de una especie de desazón, de una cierta necesidad de dar explicaciones, una cierta culpa difusa que no sé identificar. ¿Culpa de qué? ¿Por qué me siento interpelada? ¿En calidad de qué he de sentirme culpable? ¿Es por el simple hecho de tener un nombre y unos apellidos árabes? ¿Es por haber nacido de padres musulmanes? ¿Es este un hecho sospechoso en sí? Ni siquiera soy creyente, ni siquiera practicante, nada me queda más lejos que los mensajes de los que se dicen representantes de esta religión. Claro que el islam forma parte de mis raíces, es aquello en lo que creen personas muy cercanas a las que quiero mucho, pero ¿por qué estas personas o yo misma tenemos que dar ninguna explicación sobre lo que ha pasado? ¿Por qué hay quien nos identifica como más cercanos a los terroristas? ¿En base a qué afinidad con unos simples asesinos los musulmanes deberían salir a manifestarse en contra de sus actos?

De pronto me vuelvo consciente de que los terroristas han conseguido todavía otro objetivo, el de establecer una frontera invisible dentro del nosotros, una fisura imperceptible entre aquellos considerados autóctonos y los extranjeros, esparcir la sospecha sobre el vecino consiguiendo así que cualquiera que tenga alguna relación con el islam o el mundo árabe se sienta fuera de este nosotros. Soy consciente de repente de un hecho: por mucho que los discursos públicos no lo recojan, por mucho que las representaciones sigan sin incorporar la alteridad, aunque en el relato identitario siga imperando lo que fuimos por encima de lo que somos ahora, a pesar de todo hemos hecho un largo camino y sí formamos un nosotrosnosotro. Nos hemos mezclado más de lo que nuestro espejo colectivo quiere reflejar, hemos arraigado los unos en los otros.

Por suerte, entre el sonido ensordecedor de los que quieren atizar el odio, los que aprovechan la ocasión para disparar contra quien creen otro y sacar de paso un rédito, por suerte, entre el ruido también se alzan voces sensatas que aportan datos, análisis serios y profundos de un fenómeno complejo. En ellas, en estas voces de la razón, encuentro el camino para retornar a mi estado anterior al terror, en el que primaba un relato identitario por encima de todos los demás: el de ser persona.