Dos miradas

Elogio de El Molino

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Dentro de muy pocos días volverá a abrir El Molino, ahora de blanco y con muchas novedades tecnológicas. El Paral·lel (también con el recuperado Teatre Artèria) se renueva intentando ser una vez más la avenida donde triunfó el gran Josep Santpere con sus vodeviles, el emporio teatral que retrató Sebastià Gasch, el escenario donde Raquel Meller se convirtió en mito. Puestos a elegir, yo me quedaría con las aspas antiguas y rojas y con esa especie de pupitres de madera con agujero para dejar el vaso de tubo. Me quedaría con ese escenario minúsculo donde podías palpar el sudor de las bailarinas y donde olías el perfume del maquillaje de Escamillo, por citar a uno de los maestros (que yo pude ver), o de todos los que dignificaron ese tugurio que era, a la vez, un antro de perdición y una distendida celebración familiar, donde lo picante era marca de la casa que se oponía a la bobaliconería y jugaba con la alegre y despreocupada joya del lenguaje y el doble sentido.

Cuando El Molino gire de nuevo, todo será limpio y no habrá el poso de alcohol y tabaco de antes. Será difícil vivir otra vez bajo la influencia de las exageradas pestañas de Johnson. No sé si podremos escuchar de nuevo las cancioncillas provocativas relacionadas con los plátanos, pero espero que el fantasma de las molineras («qué polvo tiene el camino, qué polvo, la carretera...») planee como un espíritu benéfico sobre la platea. Amén.