Dos miradas

Cuento real de Qatar

EMMA RIVEROLA

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-No sé, José, ¿tú crees que es buena idea avisar a los Reyes?

María tiene dudas. Le parece que esas majestades pomposas que nadan en la opulencia no acaban de cuadrar en el mísero pesebre. No puede evitar sentir una fuerte contradicción en la visita anunciada. Le parece de una incoherencia terrible, casi una traición. El buey y la mula; los pastorcillos con sus pobres presentes; las pasas e higos y nueces y olivas… Tanta imagen de humildad para después venderla por un poco de oro, incienso y mirra.

-El oro es el oro, responde José.

El hombre hace tiempo que quiere renovar la carpintería. Además, intuye que el niño no les va a ser de gran ayuda en el futuro. Hay que pensar en la jubilación. Quizá esos Reyes qatarís no sean un dechado de virtudes, sabe que muchos critican sus ideas retrógradas, sus gobiernos despóticos e, incluso, sus amistades peligrosas. Tal vez es posible que ni siquiera a su hijo le agraden demasiado cuando sea mayor. Pero José debe velar por sus intereses. Al fin y al cabo, la divinidad es el niño y esos tres regalillos no le van a restar discípulos ni seguidores en el futuro. Del mismo modo que, con Reyes o sin Reyes, cuando le llegue el momento nadie le librará del vía crucis.

-Además, quién sabe -apostilla José-, quizá algún día, cuando ya no pintemos gran cosa en esta historia, acabemos jubilados en su reino, ¡viviendo como dioses!