El debate sobre la regeneración democrática

Confusión de papeles en la política

La batalla por el liderazgo en el PSOE demuestra que los partidos siguen ensimismados en sus cosas

FRANCISCO LONGO

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Se preguntaba hace poco el politólogo Roger Senserrich, comentando el relevo en el liderazgo del PSOE, si es posible renovar un partido sin hablar de política. Concluía, sensatamente, que no, y echaba de menos que los dos principales candidatos, además de proclamar con vaguedades la voluntad de renovar el partido y de referirse a tal o cual aspecto del procedimiento de elección, expresaran sus propias ideas sobre el gobierno del país, la crisis económica e institucional o las reformas pendientes.

No todos, sin embargo, parecían pensar así. En un artículo posterior (La locuacidad del precandidato), Juan Carlos Rodríguez Ibarra, clamaba contra la «ocurrencia» de Pedro Sánchez, uno de los aspirantes, que -saliendo del tono plano de la campaña- había osado proponer para el encaje de Catalunya en España una solución basada en el federalismo asimétrico. Sin discutir el fondo de la propuesta, ni lo acertado o inadecuado de la misma, lo que exasperaba al veterano político era el atrevimiento de expresar opiniones políticas no sancionadas por la línea oficial del partido.

¿Quién le ha dicho a él o a cualquier otro precandidato -tronaba el expresidente extremeño- que puede decir lo que le dé la gana? ¿En qué resolución del partido está escrita una propuesta como esta? Tras indignarse por la osadía, delimitaba aquello de lo que los aspirantes estarían autorizados, según él, para hablar en la campaña, y lo restringía al tipo de dirección que se propone, los requisitos éticos de los cargos, la amplitud de los consensos o mayorías internas deseables, «…y cosas orgánicas similares». Acababa proponiendo un comité de vigilancia con facultades para «sacar tarjeta amarilla o roja de eliminación» al candidato que se extralimitara.

Desde que leí, hace un montón de años, el Qué hacer, de Lenin, biblia del llamado centralismo democrático, no había caído en mis manos una argumentación tan sectaria y burocrática de lo que debe ser el funcionamiento de un partido político. Desde luego, son argumentos que pertenecen exclusivamente a la peculiar idiosincrasia política de su autor. Sería erróneo e injusto extenderlos a otros sectores del partido. Ni siquiera sería razonable atribuírselos a los llamados aparatos, que parecen estar gestionando aceptablemente un proceso abierto al voto directo de casi 200.000 afiliados.

Lo paradójico del asunto es que los temores de Rodríguez Ibarra no parecen demasiado fundados. En realidad, ya sea porque las tradiciones de partido imponen la autocensura, o bien por el temor a meter la pata y enajenarse apoyos, hemos asistido a una campaña en la que, salvo excepciones, como decíamos al principio, apenas se está hablando de política. Quizá es que la extendida práctica del catch-all party -difuminar voluntariamente los contornos de los programas para atrapar a toda clase de electores potenciales- ha contaminado el proceso interno en el PSOE, creando un tipo de candidato catch-all que asume deliberadamente un perfil bajo de discurso, se provee de una buena colección de mensajes light, lima las aristas de las ideas y las propuestas y acaba finalmente por hablar, casi siempre, de esas «cosas orgánicas» que sugiere Rodríguez Ibarra.

Así no se renuevan los partidos. Pero, además, tampoco se renueva el mensaje que los partidos trasladan de sí mismos a la ciudadanía. Hablando a título personal, a mí me habría gustado que los candidatos a dirigir uno de los grandes partidos españoles discutieran abiertamente sobre federalismo, asimétrico o no. Que, sin morderse la lengua, hablaran sobre modelo territorial, reforma constitucional, regeneración democrática, Europa, reforma educativa,  déficit y deuda, política de energía, reforma fiscal, sector público y muchas otras cosas. Me habría gustado que lo hicieran buscando coincidencias y exteriorizando razonadamente discrepancias. Que aprovecharan la ocasión, con todo su eco mediático, para convertir su partido en ágora pública, abriendo su conversación a la sociedad y estimulando la discusión sobre los grandes asuntos colectivos.

Vivimos tiempos raros, en los que los partidos, ensimismados en sus cosas -que parecen cada vez menos las cosas de todos- evitan cautamente discutir de política. Mientras tanto, la política escapa a otros reductos: se va a las plazas y las redes sociales, y sobre todo a los púlpitos mediáticos, las tertulias y los programas de política espectáculo, donde (en feliz expresión de Víctor Lapuente) ese «periodismo sacerdotal» que nos aqueja descodifica, oficiando de sabelotodo, la realidad que nos circunda y el discurso de quienes nos representan. Una funesta confusión de papeles que nos tiene la deliberación pública hecha unos zorros.