Dos miradas

Arder

EMMA RIVEROLA

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Tomar en una mano un bidón de gasolina. Abrir el tapón. Derramar el líquido por todo el cuerpo. Rebuscar en el bolsillo del pantalón el mechero y hacer el gesto, el último gesto consciente. Prenderse fuego.

Al momento, un dolor inmediato y extremo sacude el cuerpo, las llamas arrancan la piel y la garganta invadida por el humo ardiente arroja aullidos desgarradores. La vida se consume con el cuerpo y el terror se clava en las pupilas antes de que estallen los globos oculares. El cerebro, el mismo que minutos antes se ha condenado a la peor de las muertes, enloquece incapaz de soportar el padecimiento extremo. No hay marcha atrás.

El cuerpo se extingue. Y con él, la desesperación, la impotencia y la rabia. Esa ira tan pisoteada que ni siquiera es capaz de dirigirse contra nadie. Furia contra uno mismo. Una sentencia de culpabilidad por sentirse nada. El castigo por haber nacido. La expiación del pecado de la ambición, de la esperanza. Pero, a pesar de tanta ausencia, a pesar de la disposición a convertir la propia carne y la propia sangre en un amasijo calcinado, un último deseo. El postrer anhelo de convertirse en símbolo. Ser en muerte lo que nunca se ha sido en vida. Alguien que recordar. Una mecha de liberación. Un recuerdo que inflame las conciencias. El atormentado grito que despierte a los dormidos... Qué difícil de comprender en la otra orilla del mismo mar.