Editorial

¿Y ahora qué?

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«La nítida percepción de que el poder central no trata de forma justa a Catalunya está introduciendo en muchos ciudadanos templados de este país la tentación de querer romper el vínculo con España». Esta apreciación, contenida en el editorial de EL PERIÓDICO del día siguiente a la gran manifestación del 10 de julio del 2010 en protesta por el recorte del Estatut por el Tribunal Constitucional, ha quedado corroborada y aumentada dos años después. El desfile, ayer en Barcelona, de centenares de miles de personas detrás de una pancarta con el lema Catalunya, nou Estat d'Europa es una expresión espectacular del incremento de una desafección que estudios demoscópicos como el que este diario publicó ayer avalan inapelablemente.

Hay coincidencia entre sociólogos y politólogos en que la crisis económica y su corolario de dificultades para muchas familias han acentuado en Catalunya el profundo resquemor hacia una Administración central que, sea del color político que sea, regatea o niega a este rincón de la Península una financiación justa en relación al esfuerzo que aquí se realiza y la riqueza que aquí se genera. Es así, pues, que el agravio fiscal ha aumentado exponencialmente la cifra de independentistas en Catalunya. Pero de eso no cabe extraer que una (por lo demás improbable) rápida recuperación económica reduciría el soberanismo a los moderados niveles de hace unos años. Porque una parte de la población ya ha dado ese salto -y para muestra, el gran número de banderasesteladesen balcones que nunca antes las lucieron- y, sobre todo, porque hay un grueso caldo de cultivo previo no estrictamente económico que facilita ese distanciamiento emocional de los catalanes con la idea de España: el desdén, cuando no abierto desprecio, de quienes saben que criticar agriamente a Catalunya, presentarla falazmente como insolidaria, no solo sale gratis sino que reporta réditos electorales o comerciales.

Inteligencia y lucidez

En los años de la transición, algunos analistas sostenían que el poder central español veía más factible -y temía más- la hipotética separación de Catalunya que la de Euskadi. El distinto grado de soberanismo de los respectivos nacionalismos dominantes y el terrorismo activo de ETA llevaron a muchos a tomar como una ensoñación esa posibilidad. Pero hoy en muchos catalanes, pactistas por naturaleza y tradición, anida cada vez más la creencia de que lo más conveniente es la ruptura con España. El encaje de Catalunya en el entramado político e institucional español es un asunto históricamente no resuelto. Y no lo estará mientras más allá del Ebro no se entienda que Catalu-

nya quiere sentirse respetada en la misma medida que aspira -o, al menos, ha aspirado hasta ahora- a participar de verdad en el pilotaje de España. Sin privilegios, pero sin injusticias ni agravios.

Ese ha de ser el marco de los pasos que ahora deben dar Artur Mas y Mariano Rajoy, que en apenas nueve días se entrevistarán en la Moncloa con el pacto fiscal como asunto capital. La torpe alusión del presidente del Gobierno al malestar que desembocó en la marcha de ayer -un «lío», dijo- no es el mejor presagio, y lo peor sería que intentase rebajar la tensión por la vía de la inacción y el silencio, tan habituales en él. Por su parte, Mas debe gestionar adecuadamente el éxito de la manifestación de ayer, sin alentar, por intereses electorales, vanas expectativas que generen más frustración. La situación abierta por este Onze de Setembre es un reto que requiere de la mayor inteligencia y lucidez, tanto en Barcelona como en Madrid, para hallar una salida en la dirección correcta. En caso contrario, el desafío que planteará la ebullición del independentismo será más doloroso. Y de final mucho más incierto.