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Víctor Parrado reflexiona con humor sobre la vida en 'El peliculero'

El Capitol presenta este monólogo donde parodia escenas de películas y repasa sus experiencias en tono irónico

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Eduardo de Vicente

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El humor puede ser un excelente vehículo para reflexionar sobre la vida, para reírnos de los errores que hemos ido cometiendo por el camino, para rememorar los tropiezos sacándoles punta y sin dramatizarlos, para ver el lado positivo de las cosas, incluso las más duras, para homenajear a quienes nos han acompañado en nuestra evolución, básicamente familia y amigos, y explicarlo a un auditorio de desconocidos y conseguir su empatía. Todo ello es lo que propone en su nuevo espectáculo, El películero,

Es humorista por accidente, nunca mejor dicho, porque estudió Derecho y trabajó para una empresa de seguros (bien pensado, sí, tiene pinta de vendedor de esos que te coloca lo que se proponga), pero sufrió una lesión de rodilla que le tuvo fuera de combate durante ocho meses en los que descubrió su verdadera vocación, hacer reír a la gente y, a la vez, convertirse en una especie de filósofo callejero y motivacional. La positividad ante todo. Esas experiencias le han llevado hasta aquí.

Las fotos de su vida desde la EGB

El título resulta algo engañoso, ya que puede parecer que se trata de una obra sobre el cine aunque solo lo utiliza al inicio y en determinados momentos. En realidad, casi sería más adecuado que se llamara “Yo fui a EGB” (esa denominación ya estaba pillada, pero sería válida) o “Las fotos de mi vida”, porque lo que hace es, en esencia, mostrarnos imágenes en la pantalla desde su infancia explicándonos anécdotas reales sobre sus relaciones con sus padres, sus primeras novias y sus amigos agregándoles su particular toque irónico.

El artista aparece por un lateral y nos explica que nos encontramos en una pausa de la ceremonia de los Oscar, nos da instrucciones de cómo debemos actuar y conversa con algunos espectadores hasta que da paso a un vídeo sobre películas míticas. Cuando regresa al escenario finge ser el presentador del premio al mejor actor y canta y baila (con más entusiasmo y energía que virtuosismo) tres canciones de Mary Poppins con parte de la letra convenientemente adaptada a su estilo. Un simpático montaje en el que se mezcla con las estrellas acaba con el desenlace esperado: el ganador es él.

El mayor discurso jamás pronunciado

Ha sido simplemente un prólogo, ya que el show consistirá en su discurso de agradecimiento, el más largo que jamás haya conocido ceremonia de premios alguna (hay que reconocer que la duración de más de hora y media es algo excesiva, un recorte le sentaría bien). Repasa su infancia, sus amores infantiles, los ridículos disfraces de Supermán con los que su madre le vestía, sus intentos de emular a Michael Jackson y detalles con los que cualquiera puede identificarse como la goma de borrar de nata (altamente alucinógena), el flúor que nos hacían tomar para limpiarnos los dientes o los Filipinos, dulces que define como “unos donuts sin autoestima”.

Durante el trayecto incorpora algún toque cinéfilo. En tono jocoso comenta la canción de Aladdin, pero regresa a sus vivencias parodiando cómo llegó a compartir caminata con unos abuelos excursionistas y a un viaje por África y nos damos cuenta de que está utilizando las palabras para una especie de terapia. Nos cuenta las locuras que hizo por amor y nos hace ponernos frente a un espejo para que nosotros también recordemos las nuestras.

Las escenas de película más ridículas

La siguiente parte es una de las más divertidas. En ella repasa sus tres películas favoritas, las tres “G”: El guardaespaldas, Ghost Grease. Destripa algunas de sus escenas para mostrarnos que serían totalmente absurdas y bastante ridículas en la vida real, uno de los mejores momentos. También tiene tiempo para ironizar sobre la mala leche de los gatos, cómo nos comportamos los hombres en las discotecas y acabar con un genial discurso épico de esos tipo Braveheart pero adaptado a unos amigos para que intenten ligar.

Es una reflexión vital, un repaso del amor en sus distintas formas (infantil, platónico, adolescente y maduro) siempre en primera persona pero aplicable a cualquiera de los que le escuchan. Al final salimos de buen humor, no sabiendo muy bien si hemos ido al teatro o a una charla motivacional, pero eso es lo de menos, porque hemos pasado un buen rato, hemos recordado de su mano momentos de su (nuestra) vida y aunque haya bromeado sobre el cine menos de lo que pensábamos, hemos salido mejor de lo que entramos. Y eso es lo más importante, ¿no?