El cuarto de atrás de 'La conjura de los necios'

Una biografía de Kennedy Toole coincide con una nueva versión al catalán

John Kennedy Toole en Puerto Rico.

John Kennedy Toole en Puerto Rico.

ELENA HEVIA / BARCELONA

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La historia es sabida. Legendaria. Casi una novela en sí misma detrás de la novela. Y la novela es por supuesto 'La conjura de los necios', obra cumbre del humor rabelesiano convertida en pieza mayor de culto gracias a la tenacidad de la madre de su autor, el malogrado John Kennedy Toole, que logró que la obra viera la luz póstumamente y obtuviera el Pulitzer nueve años después de la muerte de su hijo. En España, desde su lanzamiento en 1982 en castellano, la obra ha sumado en Anagrama 84 ediciones y es sin duda una de las joyas incombustibles de su catálogo. Ahora la biografía 'Una mariposa en la máquina de escribir. La vida trágica de John Kennedy Toole y la  extraordinaria historia de 'La conjura de los necios' de Cory MacLauchlin' (también en Anagrama) coincide en las librerías con la nueva traducción al catalán, en el mismo sello, que ofrece una nueva y más expresiva versión.

Toole fue un joven profesor universitario y aspirante a escritor de Nueva Orleans, cargado de sobrepeso y de inseguridades, que un mal día de 1969, harto de recibir varapalos por la dura labor de 'editing' a distancia del editor Robert Gottlieb, enterró la obra en una caja, se dejó arrastrar por la paranoia y acabó suicidándose a los 31 años. Hasta ahí el primer acto. El segundo pone en marcha a la madre del autor, Thelma Ducoing, convencida de la genialidad incomprendida de su hijo, llevando el manuscrito a los principales editores de Nueva York sin éxito y, en un acto desesperado, asaltando por sorpresa a Walter Percy, un escritor que acababa de ganar el National Book Award, con la exigencia de que leyese la novela. Él se convierte en el avalista del libro que finalmente lanzó una pequeña editorial académica en Estados Unidos. A la prensa le faltó tiempo para recoger esa maravillosa historia que parecía contenerlo todo: fracaso, drama, muerte, abnegación maternal y un agridulce éxito.

Control

La madre fue, además, un bombón para los medios de comunicación: una septuagenaria con mucho carácter y no pocas tablas -estudió arte dramático- que se encargó de controlar milimétricamente la historia oficial del escritor y gracias a él se convirtió en una celebridad. Thelma, fallecida en 1984, fue una mujer posesiva que dedicó todos sus esfuerzos a arrinconar al padre enfermizo e impulsar a su hijo hacia una carrera artística, fiscalizando sus amistades, tanto las femeninas como las masculinas. El problema para los biógrafos fue tener que lidiar con esa mujer, el dragón de la cueva, decidida a acuñar la que ella creía mejor versión de Toole aun a riesgo de manipular la realidad. Y ahí entra el trabajo de Cory MacLauchlin, que descarta anteriores aproximaciones biográficas más teñidas de sensacionalismo pero también intenta mantenerse alejado de los delirios de grandeza de la madre. Con todo, la biografía no acaba de despejar del todo buena parte de las zonas oscuras de Toole. Para empezar, la gran pregunta queda sin respuesta: ¿por qué una mujer que se dedicó a recoger sistemáticamente todos y cada uno de los papeles de su hijo, destruyó la nota de suicidio? Cuando se le preguntaba a la anciana por su contenido solía contestar con evasivas. Tampoco explicó los motivos de la riña que hizo que Toole, dos meses antes de su muerte, metiera sus cosas en el Chevy con el que se suicidaría (manipulando el tubo de escape), cortara de una vez el cordón umbilical y se marchara definitivamente de casa de sus padres, a quienes ya no volvería a ver.

Culpa

Thelma construyó una historia a su medida minimizando el desequilibrio mental de su hijo. El suicidio sería, según sus palabras, la reacción natural a la incomprensión que le rodeó. En 1965, Toole había sufrido una crisis en una visita frustrada a su editor en Nueva York y en muchas cartas habló sin ambages de sus episodios depresivos. Sin duda alguna, Toole sabía bien de qué hablaba cuando imaginó a su descontrolado héroe Ignatius Reilly, pero la madre necesitaba un chivo expiatorio para culpar de la muerte de su hijo y ese fue Robert Gottlieb, a quien dibujó como un torturador. MacLaughin ha leído detenidamente la correspondencia cruzada entre ambos en la que el editor de Simon and Shuster se muestra exigente pero no denigratorio y ha recabado muchas opiniones que defienden su trabajo. «Es posible que Thelma no supiera, o prefiriese no saber, hasta qué punto su hijo confiaba en Gottlieb, a quien había confesado aspectos de su vida que rara vez compartía con nadie», escribe el biógrafo.

Otro factor espinoso de Toole es el de su supuesta homosexualidad reprimida, que algunos trabajos dan por sentada sin aportar pruebas. MacLauchlin, que no las ha encontrado ni en un sentido ni en otro, no está de acuerdo: tuvo una novia en la universidad y la única sospecha es haber tratado un tiempo a un chico de maneras afeminadas. También desmonta su mito como alcohólico. «En sus últimos días en el Dominican Collegue su comportamiento fue extraño, pero nunca nadie le vio como una cuba».

Todo eso quizá no importe ya mucho, la única realidad es la perdurabilidad de una novela que en las peores circunstancias supo abrirse paso hacia el lector para quedarse.

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