LA MAYOR Y MÁS ANTIGUA PRISIÓN DE MÁXIMA SEGURIDAD DE EEUU

Una cárcel para la vida eterna

Crimen y castigo en Luisiana. Levantada sobre una antigua plantación de esclavos, la cárcel de Angola fue durante décadas la más violenta de EEUU. Su guardián, Burl Cain, ha hecho de la Biblia su mejor arma para pacificar la institución y ofrecer a sus reclusos una pizca de esperanza. No es una misión sencilla porque el 95% de ellos nunca saldrán de Angola con vida. Las segundas oportunidades son un bien escaso en Luisiana.

En la foto superior, dos presos esposados y con grilletes esperan a ser trasladados desde las dependencias de la prisión principal. Sobre estas líneas, el momento del recuento.

En la foto superior, dos presos esposados y con grilletes esperan a ser trasladados desde las dependencias de la prisión principal. Sobre estas líneas, el momento del recuento.

texto Y FOTOS: RICARDO MIR DE FRANCIA

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Sobre un horizonte plomizo, se recorta la silueta de una cuadrilla de presos que levantan las azadas a golpes mecánicos y desacompasados. Trabajan en los campos de algodón, de maíz o de soja ocho horas al día y cinco días a la semana a cambio de un salario que oscila entre dos y 20 centavos a la hora. La mayoría son negros y la mayoría morirán en esta prisión perdida en el interior de Luisiana, a 43 kilómetros del pueblo más cercano. La cárcel está tan aislada que ni siquiera tiene vallas en el perímetro. El majestuoso río Misisipí y los montes de Túnica delimitan el espacio que separa la reclusión de la libertad. Dos guardias armados y a caballo recuerdan a los braceros que la fuga tiende a ser una aventura condenada al fracaso. 

Angola ha sido siempre una plantación. De hecho, le debe el nombre al país africano del que provenían los esclavos que trabajaron sus campos hasta la abolición de la esclavitud en 1865. La derrota confederada en la guerra civil devastó la economía de la aristocracia sureña pero, lejos de aceptar el nuevo statu quo, los estados del sur promulgaron los llamados códigos negros para perpetuar la servidumbre.

Aquellas leyes criminalizaron la vida de los afroamericanos. Bastaba caminar solo por la noche, blasfemar ante un blanco o ser incapaz de demostrar un empleo para acabar en la cárcel. Los reclusos se subarrendaban más tarde a individuos y empresas que los explotaban en minas, bosques y canteras, construyendo vías de tren o, en el caso de Angola, reconvertida en prisión a partir de 1880, levantando diques y trabajando en la plantación. El sistema era tan brutal que el Times-Picayune de Nueva Orleans recomendó al estado en 1896 que ejecutara a los presos condenados a más de seis años porque la media moría antes de extenuación, maltrato o enfermedad. Un gulag a la americana.

Algo más de un siglo después, los reclusos de Angola siguen doblando la espalda en las plantaciones que rodean los seis campos de internamiento de la prisión, una extensión superior a la de Manhattan. «Si eres perjudicial para el bienestar de la cárcel, vas a trabajar en los campos», dice Burl Cain, el hombre que gobierna la Penitenciaría Estatal de Luisiana (como se conoce formalmente) con compasión cristiana y mano de hierro. Bajito, obeso y con carisma, Cain piensa que los presos son como niños. «Tienes que ganarte la credibilidad. Nunca digas nada que no estés dispuesto a cumplir porque, si no, creerán que eres un tigre sin dientes».

Como el resto de prisiones del país, Angola ha aspirado siempre a la autosuficiencia porque pocos políticos se atreven a vender la idea de que mantener y rehabilitar delincuentes con fondos públicos podía ser una buena inversión. Por eso en Angola los reclusos no solo cuidan campos. También se ocupan de 1.600 vacas y 300 caballos, adiestran a perros policía y fabrican matrículas de coche, colchones o metales.

Con esos aires de granja escuela, este puede parecer un microcosmos idílico. Pero en medio del oasis se esconde un páramo de esperanza. Angola es la más grande de las prisiones de máxima seguridad del país, además de un símbolo del aberrante sistema penal de EE UU, la nación que más ciudadanos per cápita encarcela del mundo. De sus cerca de 5.500 presos, 7 de cada 10 cumplen cadena perpetua sin derecho a reducción de pena o libertad condicional, y la sentencia media ronda los 90 años. En otras palabras, el 95% de los reclusos nunca saldrá de Angola con vida porque, como repiten aquí hasta la saciedad, en Luisiana life means life (perpetua significa perpetua).

Esta política es como mínimo costosísima. Un preso que llega a Angola de joven y vive hasta los 72 años le costará al contribuyente de Luisiana más de un millón de dólares. Pero aun así sus leyes siguen siendo las más draconianas del país. Uno de cada 86 adultos está entre rejas, un ratio cinco veces superior al de Irán y 20 veces más que el de Alemania. «Es ridículo. Las prisiones deberían ser un lugar para los depredadores y no para ancianos moribundos», dice el guardián Cain, como le llaman aquí con reverencia. La entrada a su despacho está presidida por un enorme crucifijo. Una vez dentro, hay carteles con eslóganes conservadores, como Acabemos con la burocracia, un retrato de su mujer siciliana o una foto en la que sostiene un cheque donado de 200.000 dólares para levantar otra iglesia en la prisión. 

«Tenemos que generar esperanza donde no hay y crear una cultura que permita a los presos vivir en comunidad», apostilla. Pero esa esperanza cuesta atisbarla en algunos rostros que pululan por la cárcel. La mayoría vive en dormitorios semejantes a los de una base militar. Duermen en literas con muelles de acero, jergones tan estrechos que rodar en sueños conduce al vacío, y tan juntos que se comparte el aliento. Todas sus posesiones caben en un arcón a los pies de la cama. Y aunque circula el aire, y se puede entrar y salir sin restricciones, huele a humanidad encerrada. A existencia cauterizada.

Una voz suena en el pasillo. «Soy inocente», balbucea un anciano de mirada lúgubre y ojos enrojecidos. «Me condenaron a 138 años solo por ser negro, por un robo a mano armada que no cometí». Otro preso interrumpe la charla. Es hora de marcharse. «No me gusta el karma de ese hombre. Sigamos», apremia la funcionaria de clasificación, Susan Fairchild.

Cain cree en las segundas oportunidades, y hasta la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), que lo vigila de cerca para prevenir que utilice fondos públicos para adoctrinar a los reclusos, lo considera un reformista. «Cree que todo el mundo merece una segunda oportunidad para demostrar que son mejores que sus peores actos», dice la directora de la ACLU en Luisiana, Marjorie Esman. «Se hizo cargo de una prisión muy problemática y ha conseguido que lo sea un poco menos. De eso no hay duda», añade Esman reflejando la buena prensa que acompaña al alguacil.

Cain es baptista y apuesta por un método llamado rehabilitación moral. «Queremos que los presos cambien de corazón para que no vuelvan a herir a nadie. Deben aprender a dar, en lugar de a tomar, porque los delincuentes son gente egoísta que roba, viola y asalta.

Si tenemos tantos programas religiosos es porque en la religión hallan moralidad». Al poco de su llegada, en 1995, invitó a una universidad teológica baptista a establecerse en la prisión.

La matrícula está abierta a los reclusos con un comportamiento intachable. Durante cuatro años estudian asignaturas como Griego y Hebreo, y a su conclusión obtienen un título universitario que les da privilegios. Biblia en mano, consuelan –y a ojos de sus críticos, evangelizan– a otros reclusos de la prisión, y hasta salen de sus dominios para predicar en otras cárceles. Hasta la fecha se han graduado unos 250 internos. Gente como John Shennan, un exmilitar condenado a cadena perpetua por matar a su novia de un disparo. «Ojalá nunca lo hubiera hecho», lamenta bajando la mirada. 

Shennan lleva 28 años encerrado. Es profesor del taller mecánico, donde enseña un oficio a los que les queda poco para salir y pasa muchas horas en una de las tres iglesias del campo principal de la prisión, donde viven 2.500 reclusos. «Nunca pierdes la esperanza de salir, pero aunque vayamos a morir aquí, eso no nos impide hacer lo correcto y enseñar a otros que la ética del trabajo da resultados». Pero los métodos de Cain no son precisamente nuevos. Como recordaba el año pasado Mark Mauer, el director del Sentencing Project, entroncan directamente con los orígenes del sistema penitenciario, inventado por los cuáqueros en la Filadelfia de finales del XVIII partiendo del concepto de «penitencia».

Del «maricona» al «esposa»

«La idea era que podías coger a los pecadores, encerrarlos, darles una Biblia o alguien que se la leyera y así se arrepentirían de sus pecados», decía Mauer, una autoridad en la materia. «Era una idea bienintencionada pero no funcionó muy bien». De lo que no hay duda es que Angola está dejando atrás la reputación atroz que la ha acompañado a lo largo de su historia.

En los años 30 se ganó el apelativo del Alcatraz del Sur y, en los 60, el de la prisión más violenta de EEUU. Los asesinatos eran tan comunes que los presos dormían con gruesos catálogos de venta por correo en el pecho para sobrevivir a los apuñalamientos, y la esclavitud entre los propios reclusos era corriente. Los más fuertes subyugaban a los más débiles para usarlos como sirvientes y objetos sexuales o para explotarlos económicamente. Tras ser violados se les colgaba la etiqueta de «maricona», «puta», «vieja» o «esposa», el bautizo para una vida de terror y sumisión. 

«Era un rol que la víctima soportaba todo su encarcelamiento. Como cualquier mercancía, los esclavos se vendían, se cambiaban, se avalaban, se apostaban o se regalaban con regularidad. Incluso se utilizaban como mulas para transportar el contrabando de sus dueños. No les quedaba más alternativa», escribe Wilbert Rideau en The Place Of Justice, un libro que relata los 44 años que pasó en Angola tras robar un banco y matar a una de las empleadas que había tomado como rehén. La anarquía reinante llevó al Gobierno federal a hacerse cargo temporalmente de la prisión en 1975 y poner en marcha una serie de reformas para pacificar la prisión.

Con Cain la violencia ha seguido reduciéndose a marchas forzadas, según atestiguan los datos. En su prisión no se blasfema. No se va con camisas desabotonadas y los pandilleros van directamente a aislamiento. Las peleas, las drogas, el contrabando o los intentos de fuga garantizan un mínimo de seis meses en confinamiento solitario, principalmente en el temido Campo J. «Si quieren ser malos y romper las reglas van a vivir encerrados en la celda. Esto es como el Burger King, ellos deciden cómo lo quieren», dice sin levantar la voz.

Lo saben bien los residentes del corredor de la muerte, que denunciaron a la prisión después de que las temperaturas llegaran a alcanzar los 90 grados centígrados en el 2012. O los reclusos del Campo J, algunos de los cuales han llegado a pasar 40 años encerrados en celdas de 2,7 metros de largo por 1,8 de ancho, con una cama, un váter y una mesa. Nada más. A los recién llegados solo se les permite tener una Biblia y los enseres de higiene. Pasan allí 23 horas al día y solo huelen la vida durante el recreo, cuando se les traslada literalmente a una jaula de unos cinco metros de largo. En el Campo J hay permanentemente unos 600 reclusos. «Un 20% van y vienen. Unos cinco o seis no se marchan nunca, lo hacen bien un tiempo y luego recaen», dice el capitán Barton. 

El capitán Callahan, enjuto y ojeroso, de mirada dura y pocas palabras, trabaja también en el Campo J. 

–¿Qué clase de problemas se crean en aislamiento?

–No crean problemas porque nunca salen de ahí. 

–¿Hay muchos intentos de suicidio?

–Bah, no muchos. 

En Angola mueren cada año más presos de los que son liberados, así que ni siquiera hay datos de cuántos vuelven a delinquir. Y es en los entierros cuando las voces de la antigua plantación vuelven a resonar con esperanza genuina, la misma que en su día invocaban los esclavos. «Free At Last / Oh, Almigthy God / Free At Last» (Libre al fin, Dios todopoderoso, libre al fin), se canta durante los sepelios en el cementerio de la prisión.