la opinión

La UE y el Estado belga parecen ir de la mano

Rótulos bilingües de carretera con el texto en francés tachado.

Rótulos bilingües de carretera con el texto en francés tachado.

Rosa Massagué

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Con su habitual tono profesoral acompañado en esta ocasión de mucha guasa y retranca británica, The Economist redibujaba hace unas semanas el mapa de Europa. Bélgica desaparecía de su lugar, que era ocupado por la República Checa, y reaparecía en el centro del continente, como vecino de Eslovaquia. El motivo de tal cambio eran las disputas lingüísticas entre flamencos y valones que el semanario comparaba al maltrato que da Eslovaquia a su minoría húngara. Con los cambios que proponía en toda Europa, se suponía que la vida de los ciudadanos de la Unión iba a ser mucho más lógica y amigable, a diferencia de como se vive hoy, con vecinos poco amigos.

Bromas al margen, no deja de ser curioso que Bélgica, en cuya capital se asienta la Unión Europea, con todo su gran proyecto de integración de realidades muy diversas, sea un país profundamente dividido, con dos comunidades que apenas comparten nada. Quizá solo el gusto por alguna marca de cerveza y el desprecio por el duque de Alba, el represor por orden de Felipe II de las ansias de libertad de los Países Bajos. Y sin embargo, lo que ocurre hoy en Bélgica tiene también una lectura, o varias, en clave europea.

CONTRARIAMENTE a la tradición de descentralización y de pluralismo cultural en la que había vivido lo que hoy es Bélgica bajo la bandera de Holanda, el reino de los belgas creado en 1830 se constituyó como un estado unitario, profundamente centralizado, que se apoyaba en la riqueza y el crecimiento económico que aportaban los valones.

Los cambios económicos y sociológicos registrados en el país, particularmente en los años 70, cuando el motor francófono empezó a ralentizarse, propiciaron un profundo movimiento contrario a aquel Estado unitario --copia por cierto del francés--, favorable a una organización federal en un sentido amplio.

El proceso belga y el de Europa son complementarios y paralelos, y las dos historias se confunden, escribía en Le Monde el embajador belga Baudouin de la Kethulle. Situado en el corazón de Europa, con estrechos lazos con el tándem franco-alemán, Bélgica se adhirió inmediatamente desde los años 50, a una visión comunitaria de Europa, es decir, según el diplomático, a una construcción institucional sui generis compartida por seis Estados fundadores preservando los intereses de cada Estado miembro, independientemente de su tamaño, de su peso demográfico o económico. La búsqueda de la diversidad dentro de la unidad sería común en ambos casos, en el belga y en el europeo. Y en la Europa ampliada no resulta contradictorio que el hecho regional adquiera un mayor peso específico.

Pero esta visión de Bélgica como modelo de Europa, en la que el poder del Estado queda diluido entre el de las regiones y el de la Unión, visión por otra parte acariciada por nacionalismos como el catalán y el vasco, ha chocado con una dura realidad.

Los estados-nación no están dispuestos a desaparecer. Ni siquiera a renunciar a ninguna de sus prerrogativas. Todo lo contrario. La última gran renuncia, la de la moneda propia en favor de la creación de euro, ya se empieza a considerar como un error vista la crisis general en la eurozona.

SI DURANTE mucho tiempo se consideró a Bélgica como un modelo de naciones viviendo en armonía bajo instituciones comunes, ahora la parálisis política que lo atenaza es vista como un reflejo de las divisiones en el seno de la UE. Las que hay entre el norte y el sur de Bélgica son comparables a las que se registran entre el norte y el sur de Europa. La distinta forma de afrontar la crisis económica dentro de la Unión las ha hecho evidentes.

Según Dave Sinardet, de la universidad de Amberes, citado por la BBC, que las comunidades belgas vivan tan distanciadas y no sientan ningún afecto entre ellas no significa que sea el fin de Bélgica. «Esto también ocurre en la UE y no supone un problema para que siga existiendo», explica.

Pero hay quien piensa, como The Economist, que Bélgica, efectivamente, está muriendo y lo que lo está matando es la falta de democracia a escala nacional. El paralelismo con Europa de este diagnóstico es también inquietante.

Los resultados de las elecciones belgas de hoy, sean cuales sean, no facilitarán la formación de un Gobierno que puede tardar meses en formarse, pero a partir de mañana, todas las partes se sentarán para negociar una salida, porque no hay alternativa. Como ahora mismo no la hay a la Unión Europea, pese a todas sus debilidades, divisiones, retrocesos y crisis.