El rey es Messi

El Barça conquista la Copa con un '10' sobrenatural en un Camp Nou que vivió una gran fiesta

Los jugadores azulgranas celebran la conquista al final del partido.

Los jugadores azulgranas celebran la conquista al final del partido.

DAVID TORRAS / BARCELONA

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Era su primera Copa, pero incluso Felipe de Borbón debió saludar al rey: Leo Messi. La Copa es suya. La ganó el Barça (1-3), que marcha camino del triplete, guiado por quien ha decidido volver a conquistar el mundo junto a un equipo que parece invencible. El Camp Nou acabó cantando, puesto en pie, vencedores y vencidos, en una escena excepcional que para el Athletic entraña el orgullo de caer con la cabeza alta y la desgracia de haberse enfrentado al mejor Barça de siempre dos veces y a la tercera, la que creían que iba a ser la vencida y les llevó a conquistar las calles de Barcelona, se encontraron frente a otro que se ha empeñado en volver a serlo y allá va. Siempre con Messi al frente.

Acabó el partido y nadie diría que al Athletic se le había vuelto a escapar la gloria. Solo se escuchaba un grito «Athletic, Athletic», mientras los jugadores daban una vuelta de honor, venerados como si fueran campeones, una imagen que la afición culé contempló con respeto y admiración, y quizá con cierta envidia sana. Pero la Copa acabó en las manos de siempre.

UN GOL DE OTRO MUNDO

El sexto doblete del Barça, por encima de todos los demás, y la segunda pieza de un triplete que puede repetirse seis años después del único, Quién podía imaginarlo entonces y no hace mucho. Quién podía decirle a Xavi que en sus tres últimos partidos, a punto de decir adiós, iba a levantar tres copas. La de ayer la alzó junto a Iniesta, en el palco, con el cosquilleo que da sentirse tan cerca de cerrar el triángulo en el Olímpico de Berlín.

En una noche de emociones, hubo un momento que perdurará en el tiempo y que pasó por encima de todos. Cómo explicar lo que ocurrió si hoy y mañana y dentro de unos años, cuando se reviva la escena con calma, frente al televisor, seguirá siendo casi imposible ponerle palabras a algo que merece ser contemplado en silencio, con la boca abierta, una y otra vez, como si fuera siempre la primera.

Fue una jugada de otro mundo, de un ser superior, de verdad, una obra al alcance de nadie. Solo él puede dibujar algo tan excepcional. El Camp Nou se llevó las manos a la cabeza, en la grada, en el banquillo, sus propio compañeros en el césped, preguntándose si habían visto lo que creían haber visto, si lo que acababa de ocurrir era real. Y sí, ocurrió. Pero incluso siendo real, no lo fue, porque la realidad o, mejor, la realidad de Messi, no es real.

COMO SAN MAMÉS

Messi juega en una dimensión desconocida, que deja episodios sobrenaturales. El de anoche, ese eslalón imposible, esa caño, con él moviéndose a cámara rápida y el mundo girando a su alrededor lentamente, con los jugadores cayendo, quedándose atrás,el portero estirándose sinllegar al punto que solo existe en la mirada y la bota de Leo, y el balón siguiendo a ciegas sus deseos, mientras la incredulidad se dibujaba en el rostro del mundo.

Messi rompió al Athletic, y en un instante provocó lo que no había pasado en todo el día: el silencio vasco. Fue la escena más metáforica de la final. Messi dejando sin voz a quienes no habían dejado de gritar, de cantar, de desparramar su ilusión y su alegría por las calles de Barcelona, un espectáculo admirable, con la sensación de que todo Bilbao estaba en la ciudad. Eran más de 60.000, pero durante el día parecieron un millón, en una marea rojiblanca desde Montjuïc a las Rambles, y que se trasladó al Camp Nou. Como en las otras finales, el Athletic goleó al Barça en la grada, fiel a la tradición de que, no se sabe por qué mecanismos, acumula todas las entradas neutrales.

Así que el Barça fue un extraño en casa, desde que bajó las escaleras y se metió en el vestuario visitante, hasta que salió por el túnel y contempló esa desigualdad en la grada. Eran más y gritaban más. Casi de principio a fin porque incluso después del golpe de Messi y del segundo de Neymar, y del tercero de Messi, volvieron a levantarse y hacerse oir, en un ejemplo de entrega y pasión por los suyos. «Que bote, que bote San Mamés», coreaban, sintiéndose como en casa, aunque Messi les hiciera ver quién era el amo del campo.

Hubo un instante en que todo el Camp Nou se unió en un gesto común. En cuanto sonó el himno español, el estadio entero se puso a pitar con furia, con más intensidad que en las dos finales anteriores, como si tanta amenaza desde Madrid hubiera agitado todavía más los ánimos y los deseos de escenificar esa repulsa. Desde la primera nota hasta la última, sin bajar los decibelios. Una escena que es fácil imaginar dará que hablar. Una excusa perfecta para dejar de lado el doblete y la final de Berlín y poner el foco en la cuestión política, con unas cuantas voces, todas imaginables, clamando mano dura y represalias.

Pero esas ganas de pitar para silenciar la gloria del Barça no aguarán la resaca de la Copa ni la fiesta que viene. En Berlín. Pase lo que pase, nadie le robará al Barça el honor de sentirse como un rey.