Costura de altura en Barcelona

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Patricia Castán

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A la tierna y por aquel entonces ingenua edad de 14 años, Marina Botella logró «por recomendación» fichar en 1951 por los Almacenes Santa Eulalia, lo más de lo más del comercio de moda en Barcelona de la época. Lo hizo por la puerta de atrás, como hija de comerciantes del Poble Sec y jovencísima aprendiza que se forjaría como oficiala de sombrerería. Pero más allá de las puntadas que siempre ha seguido dando en su casa como legado imborrable de la costurera que fue, Marina asume a sus 83 años que trabajar en aquel negocio le cambió la vida, la mirada y la juventud. 

Aparece sonriente en fascinantes fotos históricas de una de las tiendas barcelonesas con más antigüedad y proyección a día de hoy. Los 175 años de historia del establecimiento del paseo de Gràcia, conmemorados hace unos meses, son también un retrato de la evolución de la capital catalana, su desarrollo, sus modos y modas, su adaptación al medio y su inmersión en una sociedad cada vez más global.

Sobrevivir en una gran ciudad en tiempos de negocios históricos devorados por las nuevas tendencias de consumo, la gentrificación, los alquileres disparatados y la dictadura del turismo tiene un mérito que solo conocen las estirpes de comercios, empresas u oficios dispuestas a no enterrar el hacha de guerra vocacional. Cayendo inevitablemente en tópicos, lo cierto es que sin libros o series como El tiempo entre costuras o Velvet sería mucho más difícil para el lector imaginar a las personas que ahora han navegado en su memoria para relatar a EL PERIÓDICO sus porciones de una historia de tamaño XXL como es la de Santa Eulalia. Quien pasee por delante y no atesore muchos años la imaginará como otro símbolo del lujo contemporáneo en la calle de oro por excelencia. Pero su aterrizaje en el número 93 de este eje vino precedido por la propia dinámica social y económica de la ciudad. 

En la calle de la Boqueria

De hecho, hay que remontarse a 1843 para encontrar su germen, cuando Josep Taberner y su hijo levantaron la persiana para ofrecer artículos textiles en la calle de la Boqueria, 15. Luego se mudarían al número 23 (cuando el gobierno de Isabel II ya había accedido a derribar las murallas de la ciudad), hasta dar el salto al número 1 en 1859, en la esquina con el Pla de la Boqueria y donde la tradición situaba el martirio de Santa Eulalia en la época romana, lo que llevó al comercio a levantar aún más el vuelo con ese nombre tan devoto y expandirse a locales anexos. 

Pasaron casi 40 años hasta que el viejo edificio fue demolido y relevado por una enorme tienda de varias plantas (ya Grandes Almacenes Santa Eulalia) que estrenó siglo XX en aquella Barcelona a todo tren. Tanto, que Domingo Taberner se asoció en 1908 con otro comerciante textil, Lorenzo Sans Vidal, para poder gestionar ese imperio local de moda. Poco después el primero fallecería sin descendencia, lo que llevó a los Sans a comprar su parte e iniciar una saga profesional que suma ya más de un siglo. Aunque su arranque fue abrupto: en 1917 murió Lorenzo y su hijo Luis se vio obligado a liderar el negocio con solo 22 años. Vendrían entonces unos años dorados –explica con pasión otro Luis, cuarta generación y artífice de la proyección internacional de la tienda en las últimas dos décadas–, cuando en 1926 la tienda vivió por todo lo alto «su primer desfile de moda, tal y como se hacía en París». La iniciativa pionera en la ciudad y auspiciada por Pedro Formosa como director creativo hasta 1970, tuvo tal éxito que en los siguientes años solo se pudo asistir por rigurosa invitación y donde se citaba lo más florido de la mutante urbe.  

Lujo y república

El comercio, donde brillaban tanto los modelitos para mujer como la sastrería a medida de hombre que aún se mantiene, marcó tendencia también con sus carteles publicitarios, donde aparecen diseños con hombres y mujeres a la última. Esa cartelería es testigo también del brutal impacto de la guerra civil en la sociedad, el comercio y las prioridades urbanas. Los anuncios de elegantes trajes a medida y recatados bañadores del verano de 1934 (en catalán) muy pronto darían paso a lúgubres pósteres que promocionaban equipamiento bélico con «distinción» para oficiales. «Adquiera su equipo militar», rezaban. Durante la guerra civil la empresa se colectivizó para fabricar la antítesis del glamur. Y la prensa del momento despotricaba contra la utilidad de la alta costura en tiempos republicanos, poco prestos al glamur que resucitó en 1941. La casa trasladó entonces su línea de máxima categoría junto a tejidos y complementos de «señora» al paseo de Gràcia, 60. Le seguiría en breve la sastrería, ya en el número 93, borrando de un plumazo su historial junto a la Rambla, cuando el avispado abuelo Luis vio que «su clientela ya no vivía en Ciutat Vella», cuenta el nieto en su despacho.      

Fue justo al entrar su hijo (otro Lorenzo, tercera generación) en el equipo cuando debutó con la aguja y el dedal la pequeña Marina. La ahora anciana, con memoria de elefante, recuerda con viveza cuando las señoronas del momento acudían a probarse las nuevas colecciones y la marca se expandía en Tánger por unos años. «Me encantaban los desfiles, algunos fueron en el Majestic, fue una de las mejores épocas de mi vida», cuando la tienda ocupaba el local que hoy es de la firma Replay y los desfiles hacían vibrar a todo el equipo. Viendo las mencionadas series televisivas ha «revivido muchos momentos», confiesa, agradecida porque a aquel empleo de juventud le permite cobrar el SOBI.

Un dato para ilustrar el calado del negocio por aquel entonces: en 1958 (sus diseños ya exhibían en el extranjero) la tienda sumaba 750 empleados en sus dos establecimientos,  y enfilaba su estreno en el sector textil náutico. En el 60, la sombrerera se casó y aparcó unempleo del que siempre presumió. ¿Por qué ese enganche (y otros tantos)? Apunta Sans que junto a la calidad o el diseño, la empresa siempre intentó fidelizar a sus trabajadores. Muchos pasaron toda su carrera laboral allí. Añade Marina que los veranos les invitaban 15 días a un convento en Lloret de Mar o Arbúcies, «todo gratis». En la reciente fiesta ciudadana conmemorativa, ella fue una de las emocionadas invitadas de entre la gran plantilla humana que se curtió en Santa Eulalia.

Tres años después de que la empresa barcelonesa presentara por primera vez su alta costura en Nueva York, en 1966 debutaron en el comercio Gaspar Forner y José Luis Ríos como jovencísimos aprendices, donde sumarían la friolera de medio siglo en nómina hasta jubilarse en el 2016. Acuden para la entrevista con un arsenal de datos en mente. Forner se curtió en la tienda de señora, niño y náutica. «Mis padres eran pescadores de la Barceloneta, no conocía nada de aquello, pero me encantó desde el primer momento». Se calzó su primer pantalón largo y una corbata y empezó colocando género, hasta ser vendedor en cinco años. «Los clientes preguntaban por ti, se los recibía en la puerta y se avisaba al dependiente», rememora. También despachó como pocos moda femenina. ¡Y qué tiempos cuando las rebajas eran rebajas! «Gente de Tarragona llegaba la noche antes y dormía fuera, con bocadillos y leche». Pero nunca aceptó otras ofertas para marcharse. «Aquí me daban hasta clases de inglés», ríe.

En la actualidad, entre los vendedores se habla también francés, italiano, ruso, chino, japonés… Aunque José Luis tercia con picardía que «un vendedor sin idiomas vende más que uno que habla varios pero no sabe vender». Mandamientos del turismo de lujo, aunque Sans presume de «dos tercios de clientela local», frente a la competencia de multinacionales en el paseo. «Tenemos compradores de quinta generación, gente que se vistió de comunión aquí, y también clientes que nos han descubierto como multimarca», ilustra. 

Desde 1995 olvidaron la alta costura –inviable en tiempos de marcas globalizadas– y llevaron el prêt à porter por unos años a la calle de Ferran Agulló, hasta volver a su epicentro del número 93 ya en el 2006. Recuerdan por el largo camino, muchas sacudidas de los nuevos tiempos, como la llegada de las camisas Terlenka que no se arrugaban, «aunque el que sabía prefería algodón o lana. En Navidad todo el mundo quería estar impecable», evoca Forner. Con cierta nostalgia tras 50 años luciendo corbata comenta el orgullo que sentían los trabajadores, en contraste con el desencanto de tantos vendedores de hoy en día. En aquellos tiempos hasta disfrutaron de un club social en la calle de València, «para comer a precio simbólico y jugar un poco al pimpón».

Oficio y arte

A José Luis Ríos se le que ha quedado marcada a fuego «la pasión con que se hacían las cosas, aquella profesionalidad. Uno venía a por una americana y salía también con un traje». Entró en la empresa primero en oficinas, en un momento en que la ausencia de la informática suponía contar con 35 personas en administración, libros de cuentas a mano y «vender por teléfono a toda España a través de modistas». Pero le llamaba más la tienda y saltó a tareas de almacén hasta ser vendedor. «Ponía ilusión para que el oficio fuese arte», mientras pudo conocer a muchos clientes ilustres. «En mi barrio me llamaban el pijo», bromea, quien desde 1988 fue director. 

En los últimos años, y tras la inversión de seis millones de euros para crear un Santa Eulalia (2011) contemporáneo –con extraordinarios elementos de época como su ascensor de Boqueria–, el establecimiento se promociona por medio mundo y ha sido elegido entre las 30 mejores tiendas de hombre del planeta. Pero no deja de poner el foco en el barcelonés, como se vio en la celebración vertebrada por el artista Antoni Miralda. Le han llovido premios (de la medalla de Oro de Barcelona al Nacional de Comercio Interior del Ministerio de Economía), se ha abierto al comercio online y las grandes firmas –que se van renovando– se rinden a sus vitrinas. Al también presidente del paseo, le queda solo la incógnita de si alguno de sus hijos trillizos seguirá la senda de la costura de altura.